LA ESCRITURA Y EL MÉTODO

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

No hay método alguno. Escribir es sinónimo de rebeldía, de anarquía sedentaria. Hay escritores que necesitan del silencio para transmitir la idea que han logrado atrapar como Muñoz Molina; hay otros que requieren del murmullo de un café para poder abstraerse y desarrollar su creación como González Ruano; hay quien exige el frescor de la noche justo antes del amanecer y del despuntar del alba como fuera Pio Baroja; y hay quien es capaz de escribir en un cuaderno, en mitad del fragor de la batalla y la contienda, como Ernest Hemingway. Pero todos deben hacerlo sentados. Es la obligación impuesta por la literatura. Por el hecho mecánico en sí de escribir, bien sea ante un ordenador, ante una Underwood, o frente a un cuaderno con la estilográfica en la mano.

Escritor en la noche
Escritor en la noche

Todos tienen que doblegar las rodillas. Sentarse como un vulgar oficinista y esperar que los dioses sean proclives para que le den el empujón necesario en la redacción de esa idea que anda rondando en la cabeza.  Decía el inolvidable Gabriel García Márquez que escribir es como un parto: “lo que quiero contar, lo hago escrito, solito en mi cuarto, y con mucho trabajo. Es un trabajo angustioso pero sensacional. Vencer el problema de la escritura es tan emocionante y alegra tanto que vale la pena todo el trabajo; es como un parto”.

Ahora, he tenido la oportunidad de leer los Diarios de Rafael Chirbes, y en ellos se hace referencia a esa pequeña tortura que supone escribir y la satisfacción que da el trabajo logrado. Comenta el autor de La buena letra que, “ya se sabe que la mayor parte de las cosas que un novelista cree haber introducido en la novela, se esfuman. Nadie las ve y al cabo de algún tiempo, ni siquiera él mismo se acuerda de lo que ponía en el libro”. Toda aquella ristra de recursos literarios intentando establecer símiles, comparaciones, metáforas, paranomasias, hipérboles forzadas, ironías y sátiras, se terminan desvaneciendo en un mar de letras, donde finalmente, lo único que verdaderamente importa es el gusto final en el lector. El toque salado en el paladar que deja con ganas de más. De seguir bebiendo para aplacar la sed.

Para conseguir ese punto exacto de sal no hay trucos ni métodos, porque el que manda en todo ese proceso creativo es el lector, tan anárquico y diferente como multiplicado en distintos lugares y creencias. No importa que un autor pase todo el día frente al ordenador si al final no tiene nada que contar, como tampoco importa que meta la cabeza en todas las batallas y conflictos si finalmente no tiene la aguda mirada para describir lo que queda escondido bajo el polvo y las ruinas, aquello que no se aprecia a primera vista.

Hay que captar la idea. Estar atento a la vuelta de tuerca. Y ese chispazo puede surgir al estar sentado frente al ordenador o justo antes de caer rendido por el sueño. La cuestión es atraparla. Aferrar la idea, exprimir la pulpa de la imaginación.

Duermevela
Duermevela

Puede que, en la noche, antes de que te venza el sueño, un torrente de ideas te surja en el cerebro. Has estado todo el día dando vueltas de un sitio para otro, frente al ordenador, con la ansiedad de contar algo que merezca la pena, pero parece que se ha aliado contigo la indiferencia y la pereza mental. Y de pronto, tras dejar el libro que sueles leer antes de conciliar el sueño, te brotan las ideas como una catarata en rebelión. Echas mano al cuaderno de anotaciones que tienes en la mesilla, junto al cabecero de la cama, y en una especie de duermevela intentas apresar las ideas que revolotean en tu cerebro como una evanescencia nebulosa.

Hay que atar con cadenas esas ideas. No hay que dejar que se esfumen nuevamente. Es necesario apresar esas chispas de ignición que pueden servir para desarrollar después un magistral argumento, quién sabe, al menos eso es lo que crees en ese instante.

Eres consciente de que el cerebro te falla y una vez que se deja vencer por el sueño termina borrando de sus rincones eléctricos esas ideas inesperadas. Insospechadas en cualquier otro momento. Por eso es necesario transcribirlas en el cuaderno que siempre se muestra lleno de garabatos.

Un cuaderno de nocturnidad donde aparecen los escritos que son trazados a base de impulsos que terminarán convirtiéndose en jeroglíficos, en una especie de escritura cuneiforme, difícil de descifrar a la mañana siguiente. Justo cuando decides retomar el impulso de la noche anterior y releer los escritos para dejarte llevar por esa corriente embravecida que percibiste entre las sábanas y frías mantas. Sin embargo, notas que vuelves a empezar. La holgazanería mental se vuelve a apoderar de ti. De nuevo es como si partieras de cero. Ya no recuerdas tan claramente el fin de esa cita que la noche anterior parecía insustituible. Aquella luz de inspiración en mitad de la noche parece que, ahora, se ha tornado en algo simplón. En una luz tamizada por la oclusión de las nubes. Aquellos garabatos que apuntaste antes de dejarte vencer por el sueño ya no tienen la fuerza que parecían tener. Se han desvanecido entre trazados de tinta ilegibles. Lo que parecía de una inteligencia magistral, desveladora, se ha disuelto en ideas vagas y trivialidades.

De nuevo toca empezar. A empujar la enorme piedra por la colina arriba, mientras el águila de la estulticia devora el hígado del escritor estéril.

No hay método. El único método es no desfallecer como hiciera Prometeo, amigo de los mortales e insurrecto de los dioses.

 

 

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