THOMAS DE QUINCEY, UN OPIÓMANO INGLÉS

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Tiene 17 años, de familia adinerada y espíritu inquieto. Es consciente de la decisión que ha tomado, de lo que va a hacer esta misma noche, pero no teme a un futuro incierto. Quiere demostrarse a sí mismo que es capaz de luchar por conseguir lo que pretende, y lo que pretende no es otra cosa que dar la libertad necesaria al deseo irresistible, hasta ahora cautivo, de conocer. Una ansiedad de experimentar, un indomable latigazo de vivir el momento, carpe diem, ha estrangulado su razón y todo el comedimiento que esconde. No es una insolencia pasajera promovida por su juventud, aunque ayuda, sino el desasosiego de su alma y la zozobra interior lo que le ha llevado a adentrarse, audaz e irreflexivamente, por el sendero oscuro del conocimiento.

Va a huir de la Grammar School, mientras el director de la institución duerme, y nadie en la profundidad abisal de la noche podrá impedírselo. Todo lo ha calculado milimétricamente y hasta ha sobornado a quien fuera preciso. Ese momento en el que el joven Thomas salta de un brinco ágil al vacío de la incertidumbre, abandonando el calor de la seguridad, es el instante en el que por motu propio ha decidido troncar el rumbo de su vida, ha quebrado las leyes del destino para ponerse en manos del azar y la fortuna, de la truculenta providencia con rostro huraño que atiende al nombre de Literatura.

Thomas de Quincey
Thomas de Quincey

Así marcha errante, de posada en posada, buscando algo, sin saber aún el qué, quizá el sentido de la vida y el conocer el porqué de las cosas desde dentro, desde la misma nebulosa entraña de lo depravado y lo maldito. Anduvo por el norte del país de Gales, hasta que, despojado de un dinero ahorrado de forma gradual, se vio subsistiendo con pan duro y moras y bayas de escaramujos. De vez en cuando hace de escribano público —lo que le permite tomarse un café o un té, y en algunos casos hasta una comida— sirviendo de secretario a campesinos analfabetos que tienen parientes en Liverpool o Londres. Aunque el verdadero filón sean los asuntos del corazón, ya que con mayor frecuencia serán las jóvenes que han permanecido de sirvientas en Shrewsbury las que le encarguen que escriba palabras dulces para los enamorados que allí dejaron, donde estuvieron trabajando. Y, sin embargo, no será hasta su traslado a Londres, cuando verdaderamente se vea inmerso en los mundos más depravados y subterráneos de la canallesca londinense. Donde el hampa, la indigencia y la incuria han cubierto el ambiente de una densa atmósfera con el olor perpetuo de la hediondez y la miseria. Su rostro, el rostro infantil de Thomas de Quincey, será ahora el fiel reflejo del hambre, del apocalipsis bíblico. Su cuerpo débil y derrotado, cubierto de harapos, es una sombra agónica de infecciones y desmayos. Años después, tras haber conseguido huir de tan triste pobreza, escribirá: «En las capitales, como en el desierto, existe algo que fortalece y acostumbra al corazón humano, que le fortalece de manera distinta si no lo deprava y debilita hasta los extremos de la abyección y el suicidio».

Thomas de Quincey fue capaz de mantener su alma alejada de la ominosa vejación o de las llamas condenatorias de la inmolación, pero su corazón tomó el cuerpo frío del hierro hasta el extremo de palpitar con la dureza sonora del acero en una fundición para el fomento del vicio y la supresión de la virtud, considerando el asesinato como una de las bellas artes. Desterró el sentimiento y la moralidad para extraer la poesía del fuego maldito, la composición ténebre de la luz y la sombra y el destello mortuorio del puñal; en definitiva, el tratamiento estético del asesinato. Hizo a Caín padre del arte y lo consolidó como un hombre de género extraordinario. Y no eran meras palabras. No era el maquiavélico engaño de predicar para los demás la difusión del vicio, el enterramiento de una moral impoluta, sino que era el abanderamiento de un fracaso interior de la virtud, porque aquellos que viven con cierto desorden, en la continua búsqueda de un triunfo inexistente, son los únicos que habrán podido ver los ojos del horror, los ojos de la felicidad prostituida y de nuestra ambivalente existencia.

Dijo en una ocasión John Ray, en una de esas citas que quedan para la historia, que las enfermedades son los intereses que se pagan por los placeres. Thomas de Quincey no dudó a la hora de pactar con la máscara voluptuosa del opio, y así exploró en las selvas más inquietantes de nuestro interior, en los espacios vacíos e insondables de oscuros infiernos, donde bajo el rostro del placer dormitan reptiles e insectos venenosos. Será un día aquejado de un horrible dolor neurálgico de cabeza cuando pruebe los beneficios inmediatos del opio y no solo sus efectos curativos, sino la plenitud en el alma y la exaltación intelectual bajo una nube de gozosa y diáfana lucidez. Entonces, aficionado a la ingesta de esta droga bajo el embrujamiento de una música de ópera, de una tranquilidad de espíritu extrasensorial, el escritor se sumergirá en una bruma ideal que al cabo de los años pasará una intensa y dolorosa factura. Una condena de irresistibles sufrimientos desesperados reflejo mismo de la decrepitud o, como escribió Shelley, «como si un gran pintor hubiera sumergido su pincel en la oscuridad del terremoto y el eclipse».

bianca salgado

Thomas de Quincey recogerá, con la tenacidad solitaria del escritor y bajo el estado agudo del sufrimiento, en dos obras inmortales Confesiones de un opiómano inglés y Suspiria de Profundis, los placeres del opio y su inquietante esplendor. Una bella y poética apariencia, una seductora damisela, con cabellos de serpientes y alma ennegrecida, que cada noche haría descender indefinidamente a su víctima a los abismos sin luz por debajo de cualquier profundidad conocida y donde las esperanzas para poder emerger se han tornado para siempre en una vacía desesperación.

© Texto extraído del ensayo literario De la literatura y las pequeña cosas.

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