SOROLLA ¿BURGUÉS O REVOLUCIONARIO?

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

La luz es sinónimo de alegría. De una vida plena de entusiasmo y felicidad. Un amanecer brillante e iluminado por el sol hace que las emociones fluyan con mayor intensidad. Se percibe el gusto por la vida, por el disfrute de las pequeñas cosas y de instantes dorados por un cálido sol.

Hay quien se ha atrevido incluso a ponerle nombre a esto: “efecto incandescente”. Según los expertos de la psique, las personas percibimos el aumento de luz como un aumento de temperatura en paralelo. La combinación entre la luz y el calor hace que las emociones se aviven.

PASEO A ORILLAS DEL MAR. SOROLLA
PASEO A ORILLAS DEL MAR. SOROLLA

No voy a ser yo quien desmienta este estudio, y menos aún después de contemplar la exposición de cuadros del pintor valenciano, Joaquín Sorolla, en su casa museo de Madrid.

Sorolla es, sin duda alguna, el maestro del color y de la luz. Domina la captación de los rayos de sol con tal maestría que los involucra con el golpe de una brisa inesperada. Su paso por París le llevó a descubrir la alegría inmortalizada en el instante, pincelada a trazos coloridos. Ese viaje cosmopolita, a la ciudad del amor, tornó su perspectiva pictórica para alejarse de la retestinada herencia goyesca o del legado de Velázquez, en la que los lienzos eran dominados por la oscuridad y la sombra.

Su paso parisino le llevó a empaparse del irreverente color de las obras impresionistas. De la concepción de la pintura al aire libre para captar escenas de estampas de vida cotidiana, de retratos risueños y jocosos, de paisajes iluminados por la luz. Paseo a orillas del mar o Bajo el toldo, donde se puede advertir como el viento agita el velo de un sombrero y los vestidos de blanco radiante en las playas del norte de España, son claros ejemplos de esa sensación de júbilo burgués anteriormente definida como efecto incandescente.

Una sensación de bienestar que, igualmente, es recogida en las playas de Valencia, de donde es oriundo el pintor, captando la luminosidad mediterránea en cuadros como El baño del caballo o Mujer con bebé, en los que se observa a una madre de ropaje característico valenciano sosteniendo en brazos a su hijo y cubriéndose, con la palma de la mano, de la luz cegadora del sol.

Pero hay un cuadro que, personalmente, me ha llamado la atención en esa exposición de la casa museo de Sorolla. Es un óleo sobre lienzo que, aunque capta esas tonalidades rosáceas de la luz, se encuentra atrapado por el manto de oscuridad que genera el negro. Hay algo en el cuadro que, a primera vista, nos saca de la situación de confort. Nos obliga a prestar atención y  fijarnos más en los detalles. Es preciso retirar el velo de la sobriedad y buscar los pormenores luminosos entre la bruma.

El negro es la negación del color, y por tanto de la alegría. Aunque el pintor incide en una zona de luz en el centro del cuadro, la oscuridad se ha adueñado de todo el lienzo. El color negro es la puerta al paso del dolor, de la pena asumida, de la desdicha que viene impuesta. Ese tono negruzco nos invita a entrar en un mundo de suciedad, de miseria, de cansancio, de lo oculto, de lo que no queremos que transcienda y preferimos que duerma arrinconado. Es la vergüenza silenciosa de la sociedad.

TRATA DE BLANCAS. SOROLLA
TRATA DE BLANCAS. SOROLLA

El cuadro lleva por titulo Trata de blancas. Impacta al visitante por su nombre y por la historia intrínseca del mismo. La de una joven, Pilar, empujada a la prostitución desde Zaragoza hasta la Habana, pasando por Barcelona. Un viejo vagón de tren recoge a varias mujeres jóvenes que se han visto empujadas por la miseria hacia el vicio para poder sobrevivir, frente a una vieja alcahueta que explota la candidez de las chicas.

La figura de la Celestina aparece envuelta en un manto negro, del que asoma un gesto indolente, cejijunto, hombruno, colmado por la avaricia y el hastío frente al delicado reposo de las jóvenes que descansan completamente entregadas al agotamiento.

Sorolla fuerza la perspectiva y el espectador se ve arrastrado hacia el interior del vagón. Sin darse cuenta, el visitante forma parte de ese tren, de ese compartimento vergonzante.

No hay posibilidad de negar lo evidente, ni tan siquiera como pretendió en su momento el sector más conservador de la época, la Unión Católica, que llegó a tildar a Sorolla de pintor contaminado por una “juventud cínica y revolucionaria”. «Más que mujeres públicas parecen coristas del género chico».

Tras contemplar el lienzo, comulgo enteramente con el sector progresista y las palabras de Blasco Ibáñez que veía “jóvenes esclavizadas eternamente a una vieja alcahueta (…) de mirada dura, pensando lo que podrá producirle aún este saldo de carne enferma”.

Me gusta más el Sorolla revolucionario que el burgués, por lo que implica a las conciencias.

 

 

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