DE LA HUMILDAD

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Es noche cerrada de invierno en la estación de Atocha. Un frío helado corta las mejillas y contraen los dedos de aquellos que esperan la llegada del tren al pie del andén. La impaciencia ha amoratado sus labios y del interior de la boca sale un vaho denso, casi petrificado. Mientras tanto, en un rincón oscuro de la cafetería, un hombre con los cuellos del abrigo subidos apura el último café de la noche. Junto con él lleva colgado al hombro una cámara de fotos y una mochila, y en el bolsillo de su abrigo, un cuaderno de notas.

Hombre esperando el tren. Fotografía de Viktor Mogilat
Hombre esperando el tren. Fotografía de Viktor Mogilat

Hubiera preferido llevar consigo la máquina de escribir, aquella máquina que su padre le había comprado inocentemente con la esperanza de contribuir a hacer de su hijo un joven de provecho. Sin embargo, el cuaderno cumplía con el tamaño justo y las dimensiones adecuadas para su misión. Un murmullo sordo y entristecido, como el de los exiliados en tiempos de la posguerra, con esa zozobra interior de verse obligados a abandonar su tierra, se extiende por los muros y cristaleras de la estación.

Es una sensación de desarraigo, casi de angustia, que le ha recordado, a ese hombre que espera pacientemente, aquella época de estudiante de periodismo en Madrid, impregnada de desilusión y frío hormigón, de una dejadez educativa rayana en la inutilidad y que le llevó a eludir las clases, para leer, absorto en la madrugada, todos los libros fundamentales de su vida. Generar a través de la lectura el proceso de una toma de conciencia política y social, de un republicanismo laico aprendido de Azaña, alzando la voz de los desheredados, de la gente pobre, apabullados por la ley siempre déspota con la ignorancia; con personas de piel cetrina y las manos llenas de callos cuyo único placer en la vida ha sido el trabajo diario e intentar dar lo mejor para sus hijos. Enterrar para siempre el miedo, ese miedo respetuoso a la obsesión por el pecado. A los dictámenes de una Iglesia jerárquica, apartada del mensaje de Jesús y preocupada por reforzar la tela de araña tejida con las misas diarias, los rosarios, los sermones y los ejercicios espirituales con la sombra siempre presente y amenazadora del castigo y del infierno. Y aceptar, tan solo, la esencia ética.

Ahora, después de unos años, solo él es consciente de la necesidad de hacer este viaje. Descubrir sobre las mismas calles de Lisboa, hipnotizado por el encanto lánguido de sus luces y tranvías, el secreto oculto que aquella tarde, en el pasado, descubrió Proust. El momento justo, en el que, creyéndose perdido, se detiene el tiempo, y las agujas del reloj hacen un silencio para dejarnos percibir, sin vacilación, el invisible fluir de la literatura. El misterio, que, como recompensa al trabajo y al esfuerzo, nos invita al viaje enriquecido de la imaginación y nos aparta del naufragio y del fracaso.

Un silbido se ha oído como un aviso en el ensueño, como aquellas sirenas que en la infancia cruzaban el estrecho de Gibraltar. Es el Lusitania Express dispuesto a partir, para atravesar a ritmo de blues, embriagado por el whisky y una música de Billie Holiday, el manto caído de la noche. Sabe de la importancia de su cometido, pues es la única manera de vencer el desaliento, de superar esa barrera mental que ha originado el desconocimiento de los sitios y lugares por los que indefectiblemente han de moverse sus personajes.

Campo de olivos
Campo de olivos

Tres días y dos noches, sin descansar, sin hablar con nadie y casi sin dormir para conocer y abrir la mirada en busca del detalle, de las sensaciones enfermizas y recónditas de la imaginación. Y después, huir tan rápido como fuera posible, evitando la volatilidad de las ideas. Movido por la avaricia esclava de seguir escribiendo. Porque, con la sutileza con la que el opio se inocula en el cerebro, Antonio Muñoz Molina, que así se llama ese hombre, se ha adentrado en un círculo cerrado y perpetuo del que ya le será imposible salirse.

Es el fiel reflejo en el espejo de un adicto a la literatura. Forjada sin petulancia y desdén, porque en su retina lleva grabado los valores del trabajo y la humildad, el invierno duro de una nueva cosecha. Los pasos amortecidos y quedos de los aceituneros que caminan con el cansancio sobre sus hombros junto a la Casa de las Dos Torres. Arrastrando en su peregrinar el sudor de la jornada, un olor a estiércol y a pana roída inconfundible.

© Semblanza extraída del ensayo literario DE LA LITERATURA Y LAS PEQUEÑAS COSAS

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