MARCEL PROUST IN MEMORIAM

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

El 18 de noviembre se cumplen 100 años del fallecimiento de Marcel Proust. Sirva esta pequeña semblanza, arrebatada a las páginas del ensayo De la literatura y las pequeñas cosas,  como un insignificante recuerdo a su memoria.

A las puertas de la catedral de Notre-Dame, La Ilé de la Cité había proclamado el designio irrenunciable de la agitación y campesinos harapientos izaban banderas bajo el emblema de la Comuna. Un grito que desgarraba el cielo, como el desprendimiento rocoso de una nueva vida, se oía en el número 96 de la calle La Fontaine. Una mujer se agarraba con los puños cerrados a las sábanas de la cama. Acababa de dar a luz y su dolor se confundía con la huida desesperada de los perseguidos. Las calles de París se habían convertido en ríos de sangre que ahogaban, en su búsqueda de las alcantarillas más próximas, el último suspiro de la cólera desmedida.

Marcel Proust sosteniendo una raqueta
Marcel Proust sosteniendo una raqueta

Marcel Proust nace un 10 de julio de 1871, mientras miles de muertos se pudrían con la palabra libertad mutilada en sus labios, y la turba atemorizada corría por entre las calles, tropezando con los cuerpos inertes, sin un destino concreto bajo el aliento de la desesperanza.

El hedor impregnado en su alumbramiento se filtró por sus pulmones convirtiéndose en una lacerante enfermedad bajo la sonrisa inocente de la naturaleza. Un polen volátil y frágil, transfigurado como máscara de carnaval, en un veneno flemático. La asfixia de un asma corrosiva le acompañaría al lecho de muerte, aferrado hasta el último instante a su pluma y a la inmortalidad de esas petites medeleines, símbolo de su triunfo ante la negra caverna del olvido.

Pero el destino traidor aún no había librado su última partida y el movimiento en el tablero sentenció el fallecimiento de su madre. Marcel Proust contaba entonces con 30 años. Sin embargo, esculpido en palabras de Schopenhauer, la soledad procura al hombre inteligente una doble ventaja: una el estar consigo mismo, otra el no estar con los demás. Las puertas de acero frío y tierra árida del sanatorio de Boulognesur-Seina alimentarán el ansia por la indagación en sí mismo del escritor francés. A partir de entonces, Marcel Proust, desde recónditas vetas de la memoria, desde los puntos cardinales de la catarsis y la desinhibición sexual, sembrará la semilla del talento para germinar más tarde en la tinta azul de una soledad que pronto se tornaría en asombrosamente fecunda.

La alabanza de su estilo, la facilidad de pensamiento y extremada variedad de ingenio se forjará a golpe de herrero en el silencio de la noche, en una habitación insonorizada revestida de corcho y frente al temor implícito de los ojos incrédulos del pensamiento que observan ávidos el papel en blanco sobre el escritorio. Aquel muchacho de vida frívola y mundana, de vanidoso pavoneo por entre los lupanares de Madame Arman, quemó las plumas coloridas de su cola real en el último sollozo maternal. Tomó entre sus dedos la esencia de la literatura y la cruda filosofía realista para abandonar en la orilla las conversaciones fútiles de petimetres y snobs.

Marcel Proust pensativo
Marcel Proust pensativo

Sus días estaban contados, pues la enfermedad que le oprimía los pulmones con la violencia de un grillete iba demacrando la palidez cadavérica de su rostro, de una mirada macerada imposible de disimular. Pero en una búsqueda del tiempo perdido incesante e inteligente, Proust tuvo el arrojo suficiente para dejar impreso los sentimientos más recónditos e inconfesables. Un amor oscilante y bisexual atravesado por la espina venenosa de la maliciosidad y de los ocultos deseos inmorales del reino libidinoso de Sodoma y Gomorra.

Después de la visita a una exposición de pintores holandeses en el Jeu de Paume, Marcel Proust será víctima de un desmayo que inspirará el de Bergotte delante de la Vista de Delft, de Vermeer. Sobre el lienzo quedó plasmado en acuarela invisible el suspiro agónico de una vitalidad perdida, de una resistencia debilitada. Marcel Proust moriría el 18 de noviembre con los pulmones ennegrecidos por la septicemia y encharcados de cerveza helada, como anhelado capricho de los condenados a muerte.

Hoy, los ojos del mundo contemplan la sombra de bistre, el roce de un espíritu egregio que navega en el recuerdo esponjoso e inolvidable de una magdalena a la luz albina del patio de Guermantes.

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