JOSE HIERRO, CUANTO SÉ DE TÍ.

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

He vuelto a leer las poesías y contemplar los dibujos de José Hierro. He abierto los ojos. He conseguido desvincularme del marketing editorial y he vuelto a reconocer la voz bronca, los versos pétreos de la poesía social. Pero esta vez, la imagen del poeta ha cambiado para mí. Ya no queda en mi retina la imagen de un boxeador en mitad del cuadrilátero, de un púgil que bracea, entre crochet y cruzados, entre jabs y ganchos a la mandíbula intentando conseguir el verso puro en cada uno de sus escorzos.

Imagen de José Hierro
Imagen de José Hierro

Esa imagen de la contraportada de los libros, de los documentales y entrevistas en las que aparecía un individuo rudo, fuerte, con la cabeza rapada y con la nariz achatada, como la de un mal boxeador o como la de un estibador de los muelles de Cantabria, que echa a sus hombros los fardos, sin dolencia ni victimismo alguno, soportando el peso de la vida, ha terminado por iluminarse y salir del claroscuro en el que siempre ha estado para mí, por ignorante que soy.

La figura de calvo musculado, de enroquecida voz bajo bigote de sindicalista, con el rictus tan agreste y duro, como seca y directa puede ser su propia poesía, ha terminado por abrir un resquicio de luz en mi concepción sobre la vida y la obra de José Hierro.

Ya no sólo veo en el poeta la proyección directa de Dostoievski. La sensación de frustración de la vida. Las palabras inolvidables en sus versos de “el dolor os hace hombres”, o “nuestro único refugio es la vida. Lo único que nos queda”…

José Hierro no es sólo un “tronco cortado a ras de tierra”. Su forma de escribir, su continuado intento de limpiar la poesía de toda grasa, hasta dejarla en el puro hueso, no es otra cosa más que un trayecto. Un viaje a través de la conciencia del dolor que lleva a las estaciones de la vida, y por tanto a la alegría que nos proporciona saber que estamos vivos, aún a costa de ese peaje continuo que significa el desconsuelo existencial. Hay que vivir consciente. Adentrarse en la intimidad y alejarse del esteticismo. Lejos del adjetivo excesivo. No valen las florituras, ni concederse más importancia de lo que uno tiene.

Al fin y al cabo, como el mismo escribió en su Cuaderno de Nueva York:
“Qué más da que la nada fuera nada,
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada”.

José Hierro es la máscara de hierro, esa que escondía el rostro de un desconocido preso en la Bastilla en la novela de Alejandro Dumas, y cuya poesía nos puede trasladar a la confusión de tiempos y de espacios, a la mezcolanza de lo racional con lo simbólico, a la vez que deja en nuestra alma el arañazo de una descripción pura y limpia que intenta superar los límites de la magia y de lo soñado. No hay artificio. No hay marketing, como ese que tanto gusta a los escritores de posado y fotografía. A las actuales editoriales tan pendientes de la proyección en redes sociales y televisión de sus autores de cartel. A Hierro lo único que le mueve a escribir es, como él mismo dijo, “la necesidad de expresarme”, evadiendo la retórica, como consecuencia de la opresión de una máscara que atenaza su rostro y su alma.

Retrato de José Hierro. Ángel de la Hoz
Retrato de José Hierro. Ángel de la Hoz

Gracias a la exposición de la Biblioteca Nacional, he podido contemplar un recorrido sobre su vida y sobre sus obras, que me resultaba adormecido. A la mente me ha vuelto el recuerdo de sus años de juventud en las instantáneas recopiladas. Y he podido vislumbrar a un joven de veintisiete años, con el rostro aterciopelado y un bigote de estilo incluso franquista, un pelo peinado y humedecido en el que se observa una incipiente alopecia contenida, unos ojos reflexivos y pensativos, como enamoradizos, herederos de la poesía creacionista de Gerardo Diego. Su mirada parece perderse en la lejanía del mar Cantábrico, buscando en sí misma la belleza intrínseca de las palabras. “Un poeta es un pequeño Dios”, aseguraba el chileno Vicente Huidobro. Dios de un reino interior al que nadie puede acceder ni violentar, ni tan siquiera a punta de pistola. Ni tan siquiera bajo el sonido de unas botas militares de un régimen dictatorial, que condena, a quien no acepte sus reglas impuestas, a la cárcel.

Doce años y un día de reclusión fue la condena que el franquismo sentenció sobre la cabeza de José Hierro. No sobre esa cabeza de gladiador de fuertes hombros y nariz roma y ancha. Sino sobre ese joven de mirada sedosa, cuando contaba con diecisiete años, que se atrevió a pertenecer a una red clandestina de ayuda y socorro a los presos políticos. Una ignominiosa condena que finalmente se tradujeron en cuatro años en los que se forjaron los pilares de su poesía, la fortaleza de cada uno de sus versos limpios de aderezos, sin tan siquiera mostrando el mínimo resquicio de victimismo alguno.

Ahora, gracias a esta exposición, a modo de tributo, de la Biblioteca Nacional al autor de Tierra sin nosotros o Alegría, puedo situar el retrato de José Hierro en su momento.

Su rostro y su imagen, la del hombre duro y agreste, que nos ha hecho tomar conciencia de que el dolor puede llegar a ser una simiente de vida, es el del futuro escrito en sus propias vivencias. El verdadero rostro donde se forjaron los cimientos de su poesía no es el de ese púgil que soporta las embestidas en cada asalto. El verdadero rostro de un hombre que llega por el dolor a la alegría, que descubre gracias al dolor que el alma existe, es el de un joven pensativo y delicado que encontró en la poesía el estímulo para vencer la cautividad sin la más mínima genuflexión. Como ese “tronco cortado a ras de tierra”, como “ese viajero que ha llegado a otro nivel del tiempo”, que incluso, ni siquiera, considera real su sufrimiento.

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