EL OTOÑO, LA LITERATURA Y LA MÚSICA

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

El otoño es más la estación del alma que de la naturaleza, diría en cierta ocasión el filósofo Friederich Nietzsche.

Me gusta el color del otoño. Es como el color de mis sueños. De mis ilusiones perdidas, pero que permanecen ahí, junto a mí, caídas en decadencia de las ramas de los árboles, al ritmo pausado de mi caminar. Me fascina contemplar la gama de tonalidades que tan magistralmente pintó Van Gogh en su cuadro Gente paseando por un parque en París. Ofrecidas como un pequeño tributo. Un disfrute inesperado de la naturaleza.

Gente paseando por un parque en París en Otoño. Van Gogh
Gente paseando por un parque en París en Otoño. Van Gogh

Me satisface ver las calles y las avenidas cubiertas de hojas de fresnos, de magnolios, de plataneros, como una larga alfombra tejida por pinceladas de tonos verdes, amarillos, ocres, bronce y un oro que comienza a perder su rutilante destello. Siento la necesidad de pasear por esa moqueta crepitante y aun húmeda por la lluvia. Dar una patada a las hojas amontonadas, como quien da una patada a un balón de fútbol inexistente.

Puedo percibir una música en el ambiente, de tonos fríos y aroma a leña, de arpegios cargados de romanticismo y corcheas que fluyen de los toques de cuerdas de guitarra y piano, emanado de los vientos que cruzan desde el estado de Maryland. Con la suave cadencia folk de esa inolvidable canción entonada por Eva Cassidy: Autumn Leaves.

Siento la necesidad de arrastrar los pies por debajo de ese felpudo de matices castaños y rojizos, hilvanado a base de hojarasca, como en la portada del primer libro de García Márquez. Avanzar quedos los pasos para levantar el ramaje y la fronda al vuelo, como quien da los atrevidos pasos de un imaginado bolero, al compás de una hembra enamorada. Completamente entregada a la música y a los brazos que la llevan, agarrándola de la cintura para dejarse fluir en cada sonido de nostalgia argentina o uruguaya, tal y como se respira en cada una de las letras ofrecidas de los libros de Borges o de Onetti.

El otoño hace que los problemas bajen el tono de su gravedad. Ya nada es tan intenso y todo queda adormecido por un velo invisible de nostalgia y melancolía. Los dilemas son pequeños enigmas sin resolver cuya contrariedad ya no importa porque se diluyen mezclados con las gotas de agua de lluvia que resbalan por el cristal de la cafetería, donde uno se reconforta con un café bien caliente. Mientras contempla el paisaje exterior, húmedo y bello, como la paleta de colores y las vírgulas irreverentes de los impresionistas.

Es el momento para la reflexión, como haría Maigret, ese comisario sacado de la imaginación de George Simenon. Detenerse por un momento y acceder a uno de los bares que flanquean la ribera del Sena, en su París criminal, en un lugar de la Quai des Orfèvres donde decide templar el cuerpo gracias a un café con calvados y meditar sobre el último caso. Influido por el sosiego para juntar las piezas de un puzle que aún se le presenta desajustado.

Como ese inspector de gabardina a cuadros, que aprendió de las lecturas de Maigret, y que ahora, en una noche de lluvia fina y mentirosa llega a un bar desconocido de Lavapiés. Un hombre descreído y cansado, más cerca del descanso que ofrece la jubilación que del ímpetu de la juventud.

Escribió Lorca en uno de sus versos:

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,
algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

La lluvia y el otoño vienen de la mano y traen consigo el amor romántico, pausado, de tardes de conversación inteligente. Alejado del brío de la pasión y los rayos abrasadores de luz del verano.

El tercer hombre
El tercer hombre

Ahora, con el otoño es todo más taimado, despojado de delirio o de vileza, de frenesí o de vehemencia. Ahora nada es tan claro y certero. La lluvia difumina las pasiones y los colores se reproducen gracias a una mezcla moribunda, a una falta de clorofila en la nervadura de las hojas caducas.

Toda esta explosión de sensaciones me trae de nuevo al recuerdo sonidos y emociones que parecían enterradas. El riesgo al que se enfrenta el perdedor, el hombre tranquilo, alejado de la pomposidad y del éxito por circunstancias ajenas a él. Una ráfaga en la memoria invoca el personaje del libro de Paul Auster, Brooklyn Follies, inmerso en la espesa jungla de la vida, pero que vive su otoño interno. Una etapa, una estación de su propia vida en principio nada prometedora, pero siempre con el resquicio abierto a una inesperada felicidad.

Es como la música de una cítara, que, en cada crescendo, vuelve a recomponer la imagen del celuloide. La pantalla del séptimo arte que, como en el cuadro de Van Gogh, ofrece la imagen imperturbable del destino poco antes de que ocurra.

Imágenes, impresiones, recuerdos, pentagramas en clave de sol que me terminan por llevar a un largo y titubeante paseo, en la Viena de posguerra, donde puedo entrever a una mujer que camina desde la lejanía, apartando a su paso las hojas agonizantes. El mejor cuadro jamás pintado en el cine que describe la fragilidad del otoño, de nuestros somnolientos y resignados sentimientos, como decía Lorca.  A cada paso, el sonido de la cítara aumenta y genera en el espectador la ilusión de que el protagonista de esa película, Joseph Cotten, decida interrumpir el caminar imperturbable de Alida Valli. Pero nada de eso ocurre. Aquella bella mujer pasa de largo, sin variar el ritmo de sus andares, sin un atisbo de debilidad, ni tan siquiera un parpadeo. Tan sólo el ruido de una débil lluvia que moja el empedrado. Una música que resuena y que lleva implícita el orgullo herido de un amor no correspondido. El sonido oculto de la insondable estación del alma, como dijera Nietzsche.

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