ALEA IACTA EST

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Son las seis de la tarde. El sol comienza a ponerse en Algeciras y tiñe el cielo de un tono anaranjado. El mar se encuentra en calma y en sus olas tranquilas se refleja un color entre plata y oro, como destellos de un brillante cuchillo que no deja de ser una premonición.

Un individuo con cara de buena persona, que parece tranquilo y afable, ha decidido salir a dar un paseo por las calles céntricas de la ciudad. Tiene veinticinco años, cara de tímido y no se le conoce oficio alguno. Se siente harto de estar tumbado en un viejo colchón dentro de una vivienda patera que ocupó meses atrás junto con otros compatriotas marroquíes. El intenso olor a humedad y el moho de las paredes se le ha infiltrado en los huesos y necesita salir de ahí. Junto a las ropas tiradas sobre el suelo y trozos de pan duro, llaman la atención un montón de fármacos, cajas de pastillas abandonadas y medicamentos que parecen prescritos para enfermedades neurológicas.

Imagen escrito árabe. Foto de Mathias Reding
Imagen escrito árabe. Foto de Mathias Reding

Sale a caminar como cualquier otro ciudadano a esa misma hora de la tarde, antes de que termine por ponerse el sol y el aire se torne de cálido a gélido. Parece hastiado del mundo y de todo, precisamente porque no tiene dedicación a estudio o trabajo alguno. Su existencia se ha convertido en un tedio continuo, sin esperanza o incentivo alguno. Una orden de expulsión se cierne sobre él, pero que, como muchas otras, sabe que no se cumplirá, y si se cumple, a las pocas semanas volverá a estar en Algeciras, entrando de una u otra manera. Es muy fácil, muy sencillo acceder.

El paseo es corto, pues tiene una fijación en su mente. Se dirige hacia la iglesia de San Isidro, situada a unos pasos más allá de la cochambrosa vivienda de donde acaba de salir. Accede al interior y discute con unas feligresas que se encuentran en las bancadas de madera, recriminándolas que tengan el atrevimiento de difundir una religión distinta al Islam. Después de la discusión sale ofuscado, enajenado, como poseído por el diablo.

A las ocho de la tarde, un par de horas después y tras caer la noche, aquel joven de aspecto cohibido y apocado ha vuelto a personarse en la plaza. Pero esta vez viene vestido para la ocasión, enfundado con una sudadera en blanco, con una chilaba oscura, un machete de enormes dimensiones en una mano y un Corán en la otra. Su carácter se ha transformado completamente y se ha auto investido con las creencias de un guerrero del islam. Vuelve a acceder a la iglesia de San Isidro, pero esta vez bajo el grito de “Muerte a los cristianos” y “Alá es grande”. ¿Qué religión es esa que alaba e invoca la guerra santa? ¿En nombre de quién y de qué se puede y se debe matar?

Yasin Kanza, que así se llama ese guerrero, ese mameluco poseído, o ese muya-hidin ignorante, que ni tan siquiera sabe qué fue y qué significó Al-Andalus, ha decidido salir en la televisión, quién sabe si impulsado por su yihadismo inculto o si por un brote psicótico. Antes de ello, en sus redes sociales (la religión no está reñida con la tecnología, ni con tener móvil) se dedicaba a exaltar al Daesh y a hacer apología del yihadismo en Facebook.

En su perturbada guerra santa deja malherido, primeramente, al párroco de la iglesia de San Isidro, Antonio Rodríguez, que acaba de celebrar una misa. Y posteriormente, tras acceder a la iglesia de La Palma apuñala al sacristán, Diego Valencia. Nadie sabe cómo ni por qué, pero el mal había venido a verle a aquel atareado sacristán. A llevarse su vida para siempre. La inconsciencia de un loco, en nombre del islam, había determinado que él, el analfabeto muya-hidin, ha sido elegido por Alá para quitar la vida de cualquier persona que no profese su religión. Alea iacta est.

El sacristán, aterrorizado, sale huyendo de la iglesia y como en un destello prolongado de recuerdos, le vienen a la mente la imagen de su esposa, de sus dos hijos y de sus nietos. Piensa en su mujer enferma, hospitalizada, aquejada de los pulmones. No quiere morir porque sabe que debe cuidar de ella. No puede abandonarla ahora. Quiere seguir viendo a sus hijos y a sus nietos, disfrutar de sus juegos y sus cariños. Pero aquel tipo que viste chilaba y sujeta el Corán en una de sus manos, le ha seguido en su huida desesperada hasta la plaza, a la salida de la iglesia.

crucifijo
crucifijo

La puñalada le oprime el pecho y siente que las piernas le flaquean. No puede seguir huyendo. Se encuentra sin respiración. Levanta la vista y ve en los ojos de ese joven la mirada del odio, de un odio absurdo, justo antes de que le aseste el machetazo mortal acabando con su vida. Relegándolo al oscuro y eterno olvido. Al fogonazo último del rostro de su mujer, sus hijos y sus nietos.

Veo ahora en la televisión a los políticos y a los periodistas trompeteros creando una controversia sobre la islamofobia y la cristiandad. Charlatanes de feria vociferando. Oportunistas para crear la tensión entre la gente corriente. Panfletarios de discursos vacíos que convierten todo lo que tocan con sus análisis políticos en una cloaca, con la única intención de enmierdar todo con un fin electoral.

Poco o nada parece que importa la vida sesgada de ese pobre sacristán a manos de un desalmado, de un terrorista que ha tomado un machete en sus manos para sembrar, precisamente eso, el terror, en nombre de la religión.

La controversia de nuestros grandes políticos y de nuestros gallifantes periodísticos de tertulia barata estriba en generar la tensión por ser un racista o un indulgente con los crímenes en nombre del islam. Es un debate como más global, más impactante a la hora de las urnas. Más televisivo y por supuesto de mayor rédito plebiscitario.

Los pormenores de la vida de un simple mortal quedan para la funeraria y para sus allegados. Al fin y al cabo, como reza esa locución latina atribuida a Julio César: alea iacta est. La suerte está echada.

 

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