LA IRA ¿MAS DE SÉNECA O DE ARISTOTELES?

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

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Por María Marcos
Licenciada en Derecho y Librepensadora

Seguimos con nuestros pecados capitales. Por lo seductor que tiene lo prohibido, lo atrayente que lo han vuelto las religiones, incluso nuestras madres, con esa constante necesidad de imponer la obligación cívica del buen comportamiento, alejarnos de lo pecaminoso, de lo inmoral, aumentando nuestra fascinación por esta temática, los deseos humanos, que pasa de generación en generación desde nuestros ancestros.

La idea del pecado como tragedia humana y alejamiento de la voluntad de Dios es algo tan marcado y cercano al ser humano, que lo vemos reflejado en todas las etapas y en todas las representaciones artísticas. No deja de fascinarme El Bosco, en esta ocasión la Mesa de los Pecados Capitales, (1485, Museo del Prado), iconografía que recorre todas las conductas pecaminosas por las que seremos juzgados el día de nuestra muerte, en el juicio final, donde se decidirá el destino hacia el infierno o el paraíso. Esa magia oscura que nos traslada la temática religiosa y su miedo a Dios que nos juzga y nos condena, ha sido siempre el leitmotiv e incitación al pecado.

Judit decapitando a Holofernes. Artemisa Gentileschi
Judit decapitando a Holofernes. Artemisa Gentileschi

Según el obispo alemán Peter Binsfeld, teólogo y perseguidor de brujas, a cada pecado le corresponde un demonio, siendo el de la ira Amón «aquel que induce a la ira y asesinato». Autor de De las confesiones de los hechiceros y de las brujas, narró las revelaciones de presuntas brujas, realizadas bajo tortura, detalle que no pareció relevante a la hora de dudar sobre su credibilidad.

Emoción cargada de un deseo de venganza tras sentirnos atacados u ofendidos. Irritación que eleva nuestro ritmo cardiaco y presión sanguínea, inundando nuestro cerebro de adrenalina para disparar contra cualquiera que intente o sea una amenaza. Impulsa nuestro enfado, cólera, rabia, furia y nos lleva a la pérdida del control extremo.

A su vez, a cada pecado se le atribuye una virtud que lo contrarresta, en este caso la paciencia. Pero más que contrarrestarla, puede ser más la consecuencia de haberla agotado, después de haber tenido mucha, pero que mucha paciencia. Cuantas veces hemos llegado a un estado colérico precisamente después de haber demostrado un aguante estoico y una resistencia sobrenatural a la intolerancia, la injusticia, el agravio y el atropello. Cuantas veces, gracias a esa gota que desborda el vaso, hemos tomado decisiones firmes y drásticas, que ponen fin a una situación absurda con la que llevamos tiempo conviviendo y en desacuerdo.

La ira, vista como esa fuerza interior que desconocías tener y que te ayuda a tener el valor de cambiar y avanzar, que sin dicho arrebato no hubieses sido capaz. Un caudal de energía y bravura que nace sobre todo en los magnánimos y sumisos, que aguantan carros y carretas, hasta que dejan de pensar una y otra vez en el agravio y deciden dejar de poner mejilla tras mejilla.

Esta puede ser la concepción más Aristotélica de la ira, la que resalta las bondades de una temeridad necesaria para ganar batallas, siempre bajo el control de la razón. Si la usamos de manera inteligente y moderada, pueda ser el arrojo que necesitamos para alcanzar nuestros objetivos.

«La ira – dice Aristóteles – es necesaria; de nada se triunfa sin ella, si no llena al alma, si no calienta al corazón; debe, pues, servirnos, no como jefe, sino como soldado»

Pero hay quienes piensan que a la ira no se le puede poner freno, ni restricciones y la consideran la pasión más sombría y desenfrenada como el propio Séneca en su obra De la Ira. Para el filósofo no queda lugar para la razón si damos entrada a la pasión. Es la otra versión, la del intolerante que busca someter la voluntad de los demás. La que no te libera de una carga, sino que te sirve para cargar contra los demás. La que se vuelve inmanejable por medios pacíficos y estalla en forma de sangre, traspasando las fronteras del fanatismo y el odio por la raza, religión, sexo o cualquier otro deseo de dominación. De la que está la historia y cárceles llenas de asesinatos, envenenamientos, genocidios…

Imagen de la película Las Uvas de la Ira
Imagen de la película Las Uvas de la Ira

Séneca ya nos avisa que ninguna calamidad costó más al género humano que la ira y nos traslada la visión de locura breve con la que estamos más cerca del animal salvaje que de la persona civilizada.

Hoy en día mucho tendrán que contarnos organizaciones como Movimiento contra la Intolerancia, con sede en Málaga y activistas como Valentín Gonzalez, que buscan la prevención de delitos de odio, y realizan una continua labor de concienciación sobre este tipo de abusos y crímenes.

No podemos pasar por alto la ira cotidiana a la que estamos sometidos en cada telediario, protagonizada por los ataques de nuestros políticos y su lucha de titanes de un lado al otro del hemiciclo. Lucha enérgica, que daña nuestra estabilidad democrática y solo busca la derrota del contrario, lejos de mejorar nuestra sociedad.

Ni tampoco la apasionada lectura de Las uvas de la ira de Steinbeck, y su versión cinematográfica sobre los desposeídos que luchan por una vida digna. O La edad de la ira, entre las finalistas al premio Nadal del 2010, de Nando López, que nos sumerge en la violencia adolescente tan de actualidad, y que ha sido adaptada recientemente a la televisión.

Por concluir este apasionado contenido y si me dejan elegir, me quedo con la versión aristotélica por su halo de heroicidad. Pero cuando nos lleguen señales evidentes y premonitorias de iracundia, cual jabalí lanzando espuma blanca por el hocico, no dejemos de tomar aire repetidamente y concentrarnos en como entra y sale el O2 por la nariz, hasta aplacar la locura breve senequista y recuperar la razón aristotélica.

“Alguien que te enoja te controla. ¡No le des a nadie ese poder! Especialmente el que lo hace intencionalmente”. Confucio.

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