Por María Marcos
Licenciada en Derecho y Librepensadora
Aunque la obra Burro ha dejado de estar en el cartel del teatro Reina Victoria hace pocos días, merece la pena comentarla por varios motivos, sobre todo la capacidad memorística de Carlos Hipólito, así como sus dotes interpretativas, hasta el punto de dudar si quien está en el escenario es él o un verdadero asno con sus poses a cuatro patas, su hocico y sus rebuznos.
Como si de «teriomorfismo» se tratase, el narrador de la historia comparte rasgos humanos y del animal protagonista, que, a través de la dramaturgia de Álvaro Tato y la dirección de Yayo Cáceres, hace un recorrido histórico desde la Antigua Grecia hasta la Modernidad de una vida de esclavitud, con sus aventuras y desventuras, de todos los de su especie.
Dejan constancia de la literatura borrica existente y dedicada a un animal que ha sufrido un ninguneo continuo, siendo el patito feo frente a su hermano mayor, el caballo. Un «born to work», que ha soportado golpes y trabajos forzados, a la vez que desprecio e invisibilidad en forma de malos tratos que buenamente justificarían las potentes coces y rebuznos que a más de uno deberían haber dado.
Un ejemplo de sacrificio, resignación, bondad, esfuerzo, fidelidad, que la historia debería haber laureado convirtiéndole en símbolo de fuerza, nobleza y compañerismo, que limpiamente manifiesta la obra y que, tras verla, se hace difícil, no reconocerle por justicia una dignidad perdida en refranes y dichos populares.
El protagonista rebuzna sobre el escenario, el vía crucis de su especie a lo largo de la historia y bajo el manto de grandes textos literarios, como Las fábulas de Esopo, El asno de oro de Lucio Apuleyo, aristocrático que se ve forzado a vivir las miserias de las bestias de carga de manos de los ricos, piezas medievales anónimas como Misa del asno y Testamento del asno, La disputa del Asno de fray Anselmo de Turmeda, S. XV y la petulancia del ser humano que considera a los hijos de Adán superiores a los animales entre ellos el asno. El rucio, sin nombre, de Sancho Panza en Don Quijote de la Mancha. Y como colofón el emotivo Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, y su amistad de acero y plata de luna.
Un magistral monólogo que hacen al asno ser o parecer un filósofo, hablando de la vida, los sueños, la esperanza, las ilusiones y la transcendencia de un porqué. Con el acompañamiento de la guitarra de Manuel Lavandera, y las actuaciones e interacciones de Fran García e Iballa Rodríguez.
Aunque recientemente ha dejado de estar en cartelera, quizas os despierten las ganas de retomar la lectura de estos textos clásicos sobre un animal ancestral, con mayor consideración que la de un simple animal de carácter simplón y bonachón y todo su trasfondo.
Y ya puestos a hablar, también merece la pena hacerlo sobre el regreso de Dani Martín. Poco se habla de ello.
Se despidió diciendo «hasta siempre, hasta cuando surja de verdad». Si se refería a la magia, desde luego lo ha vuelto a conseguir. Con esa locura que le produce Ester Expósito y que mientras escucho la canción me pregunto si será verdad que no la conoce en persona, y de serlo, si le habrá puesto remedio.
Como todas sus letras, que parecieran autobiográficas y que funcionan como un imán, que nos hacen mirar a la vida como vuelve y te sorprende, entender que lo bueno y lo que importa está en los besos, saber que aquellos años locos no volverán, pero que la vida es bonita, aunque a veces ni te mira, que los complejos nos sacan lo peor y que se puede morir de amor como pasaba en la foto, y que por eso quiero volver a verte y que todo vuelva a empezar, que no entiendo que dejáramos de vernos, porque eres ese caramelo, ese regalo que la vida pone a tu lado, con quien saltar en los charcos…
¡Quien fuese inspiración de tus letras! ¡Quien escribiera con tu inspiración!
«En este caso inspiración y genio son casi la misma cosa». Victor Hugo. Novelista francés.
