EL ÚLTIMO CIGARRILLO

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

El 8 de marzo nació Josep Plá i Casadevall.

Nuestro hombre, de ojos pequeños y vivaces, de rostro henchido y pletórico y pómulos duchos, pronunciados como los de un «eslavo del Mediterráneo», se encuentra hablando con Azcoaga en el hall del hotel Palace. El hotel Palace es el hotel de la burguesía y de los catalanes en Madrid. Es la madriguera lujosa de la especulación y el negocio, de los hombres de posición, de banqueros, comerciantes y políticos, industriales que vienen a mover la ficha adecuada de un dominó, para propiciar la inversión o la quiebra de un negocio próspero o por contra ruinoso.

Sin embargo, él no está aquí por la comerciante chismorrería. Ha llegado desde Barcelona, compartiendo desayuno en el vagón-restaurante con Cambó e intercambiando comentarios sobre la política y el momento social. Alguien había dicho en el trayecto que Fernando de los Ríos había afirmado que antes de dos años se habrá implantado la República en España. Se equivoca, será dentro de unas horas. Y nuestro hombre, periodista de profesión y observador audaz, ha sabido dar un sentido a la casualidad de su viaje, ya que recogerá en un dietario los momentos históricos del advenimiento de la República con una ingenuidad barnizada de una penetrante ironía desmitificadora.

FOTO JOSEP PLA. ENTREVISTA DIARIO YA
FOTO JOSEP PLA. ENTREVISTA DIARIO YA

Son las cuatro de la tarde y el hombre de rasgos eslavos, tras haber divisado en un rincón a Julio Camba, sale del hotel por la acera del palacio de Esquilache. Se pierde en medio del hormigueo, entre la marabunta popular que llega de los suburbios ondeando banderas republicanas y arrastrando un busto en yeso de Primo de Rivera. Intentan cantar el himno de Riego, pero sólo lo tararean. No saben la letra y en el desafino terminan entonando los acordes de «La Internacional», que es más fácil de recordar y más pegadiza, como la demagogia, combinándola con canciones cáusticas sobre el rey Alfonso XIII y el general Berenguer. Existe una agitación intranquila en el ambiente. Los comercios destruyen con nerviosismo y rapidez todos los símbolos monárquicos. Hacen desaparecer las insignias y los nombres comprometedores y, como en todos los espectáculos de masas, hay una alegría exultante, abrazos entre desconocidos e incluso manoseos de glúteos femeninos por personas que más que republicanas son oportunistas de satisfacciones.

Los periódicos de la tarde se han agotado. En grandes titulares, en primera página, recogen «el documento del rey». Es un manifiesto al país donde Alonso XIII presenta su abandono del trono, con la curiosa particularidad de no renunciar a ningún derecho de la familia real. Hay quien puede guardarse de aquí lo que quiera en el bolsillo, aun para marcharse allí. Es curioso que este documento es de puño y letra del conde de la Mortera, de Gabriel Maura. Mientras tanto, su hermano Miguel Maura forcejea en nombre del Gobierno provisional a las puertas de Gobernación.

A las seis y media de la tarde, el régimen republicano y su bandera ondeaban oficialmente en España. Nuestro hombre mira a su alrededor y oye comentar a una mujer de la vida «con esto de la República todavía no me he estrenado». Saca del bolsillo de la chaqueta un pequeño cuaderno, es un libreto de notas y apuntes, un dietario de la observación profunda y mordaz, donde cada línea lleva implícita la agudeza cínica de un maestro de la claridad y la descripción. Traza las primeras palabras, hasta que, durante un instante, se detiene para buscar, con la meticulosidad con que lía un cigarrillo, el epíteto preciso, el único adjetivo que encaja y completa la frase, como la ficha perdida de un puzle. Porque el adjetivo ha de ser espejo de la eficacia, agridulce de la verdad, tan egoísta y generoso, tan seco y huraño como su propio nombre: Josep Plá.

JOSEP PLÁ FUMANDO UN CIGARRILLO
JOSEP PLÁ FUMANDO UN CIGARRILLO

Ese gesto automático de propiciar, sobre la cuartilla en blanco, el ayuntamiento de la curiosidad y el instante con la historia, con una prosa transparente y serenamente perceptiva, dibuja el perfil de un hombre cuya vida estará dedicada a contarlo todo, esté donde esté y ocurra lo que ocurra.

Quizá aún no sepa que ese acto reflejo e inconsciente de llevar al papel lo que en derredor suyo ocurre, desentrañar los sucesos, descomponer los hechos para adentrarse en su cueva profunda y conocer con sarcástico escepticismo lo lógico y lo absurdo, lo ha convertido en un esclavo de la observación y el detalle, en un siervo perpetuo de la literatura. Y como vasallo habrá de renunciar a mil placeres, entre ellos al amor incluso de noruegas de ojos azules, para salvaguardar una libertad inoculada en sus tiempos de animal nocturno, de periodista. Cuando, después de cerrar la edición, caminaba noctámbulo por las calles vacías y recién regadas para dejarse caer sobre la cama, no sin antes haber tomado el penúltimo whisky de la noche, porque el último le esperaba complaciente junto a un libro sobre el escritorio de su habitación.

«A mí me parece que las mujeres hacen perder mucho el tiempo. Debo haberme equivocado —dirá en una ocasión Josep Plá—. Siempre me ha gustado más perder el tiempo observando o escuchando o leyendo. He sido lo que la gente llama un infeliz». Ese repudio al vínculo estable, al acomodaticio matrimonio para auxiliar la libertad creativa, le irá arrinconado progresivamente en una habitación abrumada de libros y papeles de la masía de Llofriu, a una soledad que para muchos es pena y castigo y que, sin embargo, para él será la fuente necesaria de la creatividad, momentos de entusiasmo y plenitud. Porque la embriaguez de la pasión literaria no admite terceros. Es extremadamente celosa y posesiva, y doblegará a cualquiera que la pretenda condenándolo y haciéndolo suyo en la más absoluta y reverente fidelidad.

Plá buscará compañía en el whisky y el tabaco de liar con lo que este esconde de ritual, mientras cada noche, en los inviernos fríos del Caserón, espera insomne y paciente que llegue la hora silenciosa, entre las cuatro y las cinco de la madrugada, para fundirse bajo la llama de un amor no correspondido, doloroso, que cada noche le exige más sin escuchar sus súplicas. Y quizá una noche, cuando menos lo espere, ella, frente a la puerta de su dormitorio, le dé la espalda despectivamente, y él no podrá tocar la tersura de su desnudez ni el frescor de sus muslos, porque no ha sido capaz de liar bien el último cigarrillo, de encontrar el único adjetivo preciso, aquel que como una llave maestra abre todas las puertas del misterio.

© De la literatura y las pequeñas cosas

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