EL MAR, LA MAR, LE MAR

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

“El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!”

Así reza el inicio de ese inolvidable poema de Rafael Alberti, como un canto a la indescriptible sensación de sentirse parte del manto azulado. De un corazón que, en sueños, es arrastrado por la marejada hasta querer llevárselo de nuevo. Reclamando su regreso a una tierra bañada por el salitre.

Cuadro de Ivan Aivazovski, Naufragio
Cuadro de Ivan Aivazovski, Naufragio

El mar o La mar, como se la quiera llamar, ha sido siempre motivo de inspiración de poetas y de novelistas. El golpe de sus olas se ha convertido en metáfora de fortaleza. El momento cumbre tanto del nacimiento como de la muerte. La lucha por sobrevivir. El lienzo de la virilidad y del vigor plasmado en cuadros cuya pintura parece arrojada con fiereza sobre la tela, simula la embestida del propio oleaje enfurecido, llevado por la locura de la tormenta en alta mar, como en el cuadro de Ivan Aivazovski, Naufragio. Es la lucha del hombre frente a la naturaleza. La tensión del músculo con la única intención estéril de sobrevivir a lo sobrenatural.

El Canto III de la Odisea de Homero dice literalmente: “… quiso Zeus de voz poderosa, desgraciarle el camino, y al soplo de vientos aullantes, levantó por el mar gruesas olas como altas montañas”.

El mar conserva en el interior de sus entrañas ese elemento mágico, extraño, que infunde temor y al que se le considera el límite de lo desconocido. Incomprensible, tremebundo y vengativo en sus profundidades. Tal y como puede serlo un hombre llevado por la ira en el fragor de la contienda.

Recordaba Borges al mar como “aquel violento y antiguo ser que roe los pilares de la tierra”. Esos acantilados que esperan resignados las embestidas enajenadas. El choque violento. El aliento titánico de la bestia que abre las estrías del acantilado de piedra caliza, como quien abre la piel de un minotauro, para arrancarle parte de su corazón y de sus vísceras, si así lo considerara preciso.

Pero el mar, como la noche y el día, también puede transformarse. Llamarse en femenino para embaucar con sus cantos de sirena a Ulises y sus aguerridos navegantes. Sus vientos huracanados se convierten en brisas melosas y destellos dorados. Su oleaje se torna en cadencias apaciguadas y amables, sedosas serenatas, que dibujan en la orilla las pisadas de frágiles tobillos y estelas de dril perfumado.

La oscuridad fría y ventosa que rodea los cabellos y el tridente de Neptuno puede convertirse en largos acordes de raso y lino que acarician nuestro rostro con la suavidad con la que una mujer nos retira el cabello de la frente. Como en ese cuadro de Howard Pyle, La Sirena, donde un hombre medio desnudo, desfallecido en mitad del naufragio, es rescatado por una sirena de las olas del mar. Un hombre que se agarra con sus débiles y exhaustos brazos a la espalda humedecida de una sirena de cabellos negros y ensortijados, de labios rojos y pechos fértiles.

Puesta de sol sobre el mar
Puesta de sol sobre el mar

La mar, en femenino, es un mar que acaricia los pies con sus olas comprensivas. Un mar que escucha sin descanso la silenciosa confesión de los recuerdos. Con la inteligencia y la serenidad de la mujer. Insumergible. Como ese corcho que flota en la cumbre de la ola pausada y serena.

La mar es el manto cálido del atardecer que tiñe las olas de un tono anaranjado, rosáceo, con finas cabelleras de blanco espuma que borran delicadamente las huellas de nuestras pisadas de amores recogidos en los versos de Neruda o de Aleixandre.

Solía decirnos Julio Camba, con su fina ironía y su indolente idea del absurdo, que corren tiempos convulsos, o cuando menos inciertos. ¿Y cuando no?

Quizá, sólo el mar, que tan pronto se torna en masculino como en femenino, puede hacernos entender la enorme gama de colores arcoíris que va desde la virilidad a la feminidad. Lesbianas, Gais, Bisexuales, Trans, Intersexuales… Nuestra sociedad de hoy, es como el piélago cantado en los versos de Francisco Luis Bernárdez: “Sólo este mar que nos escucha puede medir la soledad de nuestros sueños”.

Probablemente, los vientos que azotan traigan consigo versos y metáforas al mar o a la mar, hasta ahora desconocidos por insospechados. Como dijo en cierta ocasión Jaime Gil de Biedma, “el acto de besar la propia imagen en el agua se convierte en la acción mortal de romperla”.

Yo, como Julio Camba, soy partidario de la tersa transparencia, de nadar desnudo mar adentro, pues la poesía, como la vida, no tiene límites, más que el que uno imponga.

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Por María Marcos Licenciada en Derecho y Librepensadora A veces

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