CON MIS MEJORES DESEOS

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

La Navidad, nos guste o no, nos ilusione o la odiemos, es un pequeño paréntesis en nuestra vida cotidiana. Es como una pausa en un tiempo colmado de estrés y de desasosiegos. Un lapso temporal dentro de todo el año en el que las deudas, las hipotecas, las necesidades adquiridas en nuestro mundo de consumismo y competitividad nos obligan a una rutinaria lucha diaria por salir adelante.

La Navidad es como esas películas en blanco y negro que quedaron para la historia del cine. Películas como Qué bello es vivir, donde un tipo interpretado por James Stewart se encuentra desesperado al haber renunciado continuamente a sus sueños y cuyo propósito es suicidarse el día de Nochebuena, lo cual provocará la intervención de su ángel de la guarda. Este le hará recapacitar al mostrarle, en un imaginario futurible, como hubiera sido la vida de las personas que le rodean si él no hubiera existido.

O películas como El apartamento, donde un gris oficinista de una firma de seguros de Manhattan, interpretado por Jack Lemon, permite que sus jefes utilicen su pequeño apartamento como lugar de citas extramaritales, esperando un ascenso que nunca llega. Hasta que un día, movido por el enamoramiento y por ese llamado «espíritu navideño», el gris oficinista decide dar rienda suelta a sus sentimientos confesando su amor a una ascensorista, ingenua y preciosa, que es diana de los engaños amorosos de su interesado y maquiavélico jefe.

Feliz Navidad
Feliz Navidad

Sí. Hay algo en la Navidad que cambia la concepción de las cosas. Es una nebulosa que flota en el aire, mezclada con el color rosáceo del cielo justo antes de anunciar una nevada. Antes de cubrir los árboles de copos blancos. Es una especie de virus que cae del cielo cargado de optimismo del que nos dejamos contagiar, aunque no queramos. Es como una epidemia de alegría que invita a reunirse con los amigos. Volver a ver, antes de que acabe el año, a esos camaradas que llevamos en el corazón y que el día a día del trabajo ha terminado por distanciar.

Ese virus, ese «espíritu navideño» se instala, sin que nos hubiéramos percatado, en el lugar más delicado del cuerpo humano: en el corazón. Y desde ahí, comienza a bombear un torrente sanguíneo infectado de deseos y anhelos que se traducen en el disfrute con los amigos, en volver a cenar con la familia, en enviarnos felicitaciones de esperanza, en cantar canciones y villancicos juntos, en brindar por un futuro mejor y en ofrecer esa pizca de bondad y generosidad para la que nunca tenemos tiempo.

Como decía Charles Dickens, el gran valedor de esta época, con su relato inigualable, Cuento de Navidad, «las Navidades son un buen momento: un tiempo amable para perdonar, para querer, para entregarse. El único momento del largo año en que hombres y mujeres parecen ponerse de acuerdo para abrir libremente sus corazones cerrados, para considerar a otras personas de diferente clase social como si fueran compañeros del mismo viaje a la tumba, y no extraños de otra raza en otro viaje diferente».

Puede que el mundo que hemos creado sea ingrato e injusto, pero la Navidad significa ese pequeño paréntesis en el interior de un mundo egoísta, donde aflora, por un pequeño momento, la candidez jocosa de los niños. Donde un soplo evanescente responde a esa necesidad acogotada del ser humano moderno que se resiste a abandonar una cierta ingenuidad al mirar el mundo. Un aire helado que lleva al pensamiento de que, aunque sea con un pequeño gesto, las relaciones entre las personas son más fuertes cuanto más se basan en la bondad, en la generosidad y en el perdón.

No importa que el escenario sea el de un Londres corroído por la pobreza y la niebla como el que rodea al avaro Scrooge del cuento de Dickens; o el de un Moscú frio y helado, como en el cuento de Anton Chèjov, Vanka, donde un niño cuenta a su abuelo las penalidades a las que le somete un miserable zapatero con el que convive. Un simple gesto, como el de enviar esa carta al abuelo pidiendo ayuda, aunque sea sin haber escrito el remitente, puede hacer que todo cambie, porque es Navidad. Y el triunfo de la dulce benevolencia solo puede producirse en una época como esta, aunque sea en la imaginación de cada uno.

Tal y como escribió Dylan Thomas en La Navidad de un niño en Gales, la Navidad «es el reino nevado de un mundo en miniatura».

Desde mi ventana contemplo el exterior y puedo decir que la Navidad son las espirales inextinguibles del humo de las chimeneas, las campanas repicando alborozadas, las bolsas de gominolas, las narices postizas, las velas encendidas a pesar de la luz eléctrica, los farolillos y las luces de colores, los hombres y mujeres brindando en la calle con las narices goteantes y las mejillas sonrosadas, el crepitar de las castañas asadas, y la cara de sorpresa de los perros y los gatos callejeros al ver a las personas volcadas en abrazos y risas compartidas. ¿Quién lo diría?

 

Con mis mejores deseos, ¡Feliz Nochebuena y Feliz Navidad!

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