CACHORROS DEL CHAMPAGNAT

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

CHAPELA

Xurxo Chapela
Periodista y poeta

Aún éramos como los cachorros del Colegio Champagnat: lampiños —yo, seguro—, curiosos, muy ágiles —Luchini, no tanto— y, más que voraces, unos muertos de sed. Muertos, quizá no, pero ya entonces candidatos a diálisis. De hecho, nos fuimos conociendo, y hasta queriendo mucho y odiando a ratos, en el bar de aquella facultad de Periodismo que a mí me recordaba a la Escuela de Arquitectura de A Coruña, donde pasé la prueba de selectividad en la única ocasión en la que me ha tocado la lotería.

Letrero Facultad Ciencias de la Información Complutense
Letrero Facultad Ciencias de la Información Complutense

A la primera clase del primer curso de mi primera vez en Madrid llegué de los últimos, después de desorientarme durante un transbordo por un pasillo de la línea 6 del metro que, con la boina del miedo y los nervios caladísima, se me hizo más largo que la Gran Vía de mi pueblo. El aula, una romería, vomitaba carne de churrinche. Perdidas las formas, unos, y la paciencia, otro pelotón de rezagados, a las puertas del saber nos quedamos finalmente cuatro indecisos, preguntándonos con los ojos y sonriéndonos con la propuesta de unas cañas, torpeza que aprovechó el más alto para certificar mi procedencia, en un vacile que resumió la merma de mi inteligencia por el uso del acento. Cuando le pedí al camarero los cuatro quintos, ellos —Luchini, Fernando y Alberto— ya estaban convencidos de que iban a compartir apuntes con Xan das Bólas.

Los quintos resultaron ser botellines —pero, paradójicamente, mis cervezas eran sus tercios—. Conforme creció el grupo —al que se sumaron Vicen, Ana, Mikel, Nacho, Pili, Susi, Sebas Ernesto, Isidro y Marta, y, con el tiempo, la otra Pili, Isabelita, el otro Alberto, Óscar, Jorge, la otra Isa—, matábamos el rato arreglando la vida en una Babel donde hablábamos el mismo idioma hasta que nadie entendía ya al de enfrente, confusión que acababa en un Pentecostés en el que cada uno empleaba una lengua distinta y todos nos entendíamos por fin. El cheli carracense de Isidro era una risa; Sebas, en lugar de a la mierda, te mandaba al Mato —sí, al Grosso— con perfecto acento de Villanueva de la Serena, o se cagaba vivo, Farina, o te decía que no servías ni para estar escondío; Pili cantaba hermosas palabras guanches —algunas, primas del gallego—; el murciano de Ernesto tardó un trimestre en resultarme inteligible; Mikel tenía, para los tacos y las blasfemias, el pico de un carretero donostiarra; yo les prometía mujeres cachondas de mi comarca y ellos se frotaban las manos y planeaban visitas, ignorantes de modismos y polisemias. Pero todo se arreglaba porque nos íbamos reconociendo en lo importante: el ansia de beber como si en nuestros planes de futuro no entrase cumplir los veinticinco y no le debiésemos nada a la vida.

letrero Malasaña rock and roll
letrero Malasaña rock and roll

La cantina de la facultad era un túnel del tiempo: sabías cuándo entrabas —siempre temprano, pues asistíamos al turno de mañana—, pero no cuándo ni en dónde saldrías. Comparecíamos con las carpetas, madrugadores, a clase de Teoría de la Comunicación Social. Epistemología y análisis de la referencia —nunca me he aburrido ni perdido tanto el tiempo—,  y nos la fumábamos para largarnos a tomar apuntes de la vida y de los bares. Y lo mismo acabábamos regateándole las horas a la noche en un piso cercano al Cerro de la Mica, que en una verbena de las fiestas de Talavera de la Reina, que en el terremoto de la Tamborrada, que disfrazados de atletas de la RDA un sábado gallego de Carnaval en el que los murciélagos volaban con bufanda, que en el bufé con sabor a rancho de un figón de carretera, camino de El Gordo —de donde nos echaron casi a coces porque arramplamos hasta con los yogures, que alguno llegó a esconder en los bolsillos—, que borrachos a las siete de mañana en la playa de Razo, donde Nacho se empeñó en ahogarse desnudo, que en un San Xoán de Carballo que Mikel empezó a celebrar en una tasca cantando alalás con la Coral de Bergantiños, antes de echarse a la calle al grito de “Txikiak deskafeinatua!!” Más que una carrera, lo nuestro era un viaje de estudios.

Javier Krahe
Javier Krahe

Al mes de curso —instalado en una pensión de la calle Valverde con balcón al puterío, regentada por un individuo siniestro de Vegadeo casado con una filipina—, ya no añoraba nada, ni a mi yo bisoño que había llegado a Madrid y no dormido —insomne, aún envenenado de morriña— en un hostalucho de Puerta de Toledo la tarde que Rafael de Paula lloró sentado en el estribo de la barrera después de haber cuajado en Las Ventas la faena de su vida. “Engullida tan de sopetón la palmacristi, ya tenía el cuerpo a tono para meser la verónica y todo lo demás que hubiera de venir”, dejó escrito Joaquín Vidal del principio de aquella hazaña que tituló Nunca el toreo fue tan bello.

Por Joaquín Vidal —y Fernández Santos y Segurola y Haro Tecglen y Manuel Vicent y Umbral, claro— estaba yo en Madrid, con las mismas ilusiones y aspiraciones que los demás, que siempre me parecieron proletarias, modestas y mesuradas: sabíamos que no éramos genios ni inmortales, y si alguna gloria se nos debía era la que íbamos reclamando por los mostradores. No creíamos en dioses, pero nos convertimos en adeptos de su Profeta, Javier Khahe, al que así había bautizado Isidro y al que tantos jueves fuimos a ver tocar, acompañado por su escudero Javier López de Guereña, en el bar del Teatro María Guerrero, donde barajamos empadronarnos.

Mil años después —poco calvos, la verdad; sí tripudos y canosos; Isidro ya, supongo, sin la marca del vaso que gastaba entonces en el dorso de la nariz y por la que le apodábamos Isidrink—, casi todos hemos tenido la suerte de no necesitar el periodismo para ganarnos la vida, o la mala suerte de no haber podido dedicarnos al periodismo con el que soñábamos cuando nos conocimos.

 

CON TAL DE VERTE REÍR, Manjón Guinea.

 

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