Caminan agotados,
exhaustos.
Impactados tras haber descubierto
un mundo secreto,
pincelado de color y de misterio.
Escorzos doloridos
como crustáceos que se despojan de sus armaduras,
templarios de mundos submarinos;
como escudos que les protegen
en sus avanzadillas
hacia lo insondable del mundo.
Se dejan caer del barco
hacia atrás, de espaldas,
aceptada la derrota;
y nadan lentos, en hilera,
como un reguero de una contienda de mercenarios
vencidos,
que alcanzan lentamente la orilla.
Un aura de silencio les rodea,
de secretos inconfesables que han podido contemplar,
con sus propios ojos,
bajo las profundidades del mar.
Emergen altivos de entre las olas,
con trajes negros adheridos al cuerpo:
Piel de neopreno, pies de aleta
y una botella de oxígeno a sus espaldas,
para que alimente sus branquias artificiales.
Lentos, como una melodía macilenta,
de arpegios en clave de sol moribundo,
como en un réquiem cuya sintonía
es pautada por la batuta del tridente.
Bañistas veraniegos,
sacados de los lienzos de Javier Torices,
contemplan deseosos;
con la esperanza de que alguno
cuente secretos que solo ellos
conocieron horas antes,
en las profundidades del mar.
Pero un pacto secreto con Neptuno,
sellado a mil pies bajo el nivel del mar,
les mantiene en la obligación
de caminar en secreto de confesión.
Solo ellos han sido capaces de ver
el cofre del tesoro al descubierto,
cosas que ningún bañista creería;
momentos perdidos en el tiempo,
bajo cantos de fenicios
en las agrestes grutas,
profundas y rocosas,
del mar de Alborán.
Simas abiertas
bajo tropicales peñascos
en las costas de Cotobro.
Destellos que brillan en la oscuridad,
como misivas mortales cifradas por Neptuno.
