EL HOMBRE PUSILÁNIME

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Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Hay noticias que rayan el insulto y el desprecio hacia quienes se dirigen. Que son asumidas como una verdad irrefutable y que en ese globo sonda enviado no tiene la menor respuesta indignada de quienes las reciben. El problema, por tanto, no es la noticia en sí, sino la palpable realidad de que han convertido al ciudadano en un tipo pusilánime. En un mendigo de migajas a quien los grandes poderes, los políticos y la Administración han decidido convertirle, toda su vida, en un esclavo del trabajo.

Según un estudio realizado por el Ivie (que no sé ni que es) y por la Fundación BBVA, los jóvenes de entre 16 y 29 años aproximadamente, gracias a las reformas de las pensiones aprobadas por nuestros valedores de lo público, tendrán que trabajar hasta los 71 años si quieren jubilarse. La única forma, dice el estudio, de que los jóvenes no deban prolongar su jubilación hasta los 71 años será que cuenten con un ahorro acumulado suficiente. La cuestión es ¿de dónde va a salir ese ahorro si cada vez los sueldos son más deficitarios? ¿de dónde va a salir ese ahorro si cada vez se pagan más impuestos? ¿de dónde va a salir ese ahorro si cada vez el acceso al trabajo por parte de los jóvenes es más tardío?

Ancianos trabajando en la obra de un rascacielos
Ancianos trabajando en la obra de un rascacielos

Lo sorprendente es que se publique una noticia así y que las fuerzas políticas de izquierda no pongan el grito en el cielo. Lo sorprendente es que se lance un globo sonda que más bien es un dardo certero y que los sindicatos se preocupen únicamente de seguir recibiendo sus subvenciones por estar calladitos.
De la derecha ni hablamos, porque está claro que esta situación a la que nos ha llevado un gobierno progresista es, ni de lejos, lo que ellos hubieran soñado para tener una mano de obra barata, arrodillada y esclava hasta los setenta y un años de trabajo. Poco antes de irse a criar malvas y por tanto lejos de poder cobrar ninguna pensión que hubiera sido cotizada durante un largo periodo de años atrás.

Ahora que tengo la suerte y el tiempo suficiente de leerme la Antología comentada de la literatura española del Siglo XVII, dirigida por Andrés Amorós, resulta que empiezo a ver una serie de similitudes con este siglo XXI. La imagen del hidalgo y el pícaro que surgen siempre en las crisis económicas. Tipos de vida caracterizados por la falta de cualquier tipo de actividad productiva, refugiados en la política y en el sindicalismo. La imagen de los validos de los Austrias menores. De los tontos de baba como Felipe III, Felipe IV y Carlos II. Dedicados a la caza y al buen vivir mientras sus consejeros aumentan los impuestos a los esquilmados castellanos para seguir manteniendo su buen nivel de vida y el de sus consejeros. Una economía española, la del siglo XVII, que es la imagen de una crisis estructural generalizada. Revueltas en Portugal, revueltas en Cataluña y el continuo afán por sobrevivir en un mundo embarrado.

La diferencia con nuestro siglo es que ahora ya no somos pícaros ni buscones como los de Quevedo, ni recaudadores de impuestos como Cervantes, con la proclividad de hacerlos desaparecer aún a costa de conllevar cárcel. Ya no existe una literatura de la resistencia ni de la rebeldía, pues hay mucho miedo a ser privado de libertad ( o de subvenciones) como en el caso de Quevedo o de Cervantes. Ya no existe una poética de emancipación mental «por la libertad, así como por la honra se puede y se debe aventurar la vida», dijo el escritor del Quijote.

Ahora eso, en el acomodaticio y cada vez más menesteroso siglo XXI, donde los ricos cada vez son más ricos y los pobres cada vez más pobres, lo que se lleva no es la tenebrista pintura de El Españoleto o la irreverencia de Caravaggio, ni, dando un salto temporal en siglos, el hombre rebelde de Camus, ni siquiera el iracundo insurrecto de Sartre. Ahora la tendencia es la del hombre pusilánime. El barriga agradecida. El recogedor de migajas de pan como un pajarillo despistado. El tipo que se agarra al sillón para ir hinchando sus mofletes mientras se vacían las arcas del Estado. De ese ente que hay quien dijo que lo configuran todos los ciudadanos para su propio bienestar.

Nadie, ni de izquierdas ni de derechas, ni sindicalistas, ni nacionalistas, ni independentistas, ni siquiera esos extinguidos anarquistas, han hecho la menor protesta ante la indigna noticia donde se condena a una persona a trabajar hasta los setenta y un años.

Una mujer haciéndose un selfie en una manifestación de obreeros ancianos
Una mujer haciéndose un selfie en una manifestación de obreros ancianos

Miro un poco hacia atrás, a la infinidad de casos relevantes protagonizados por nuestros políticos y me viene a la mente el Caso Púnica-Metro de Madrid donde las obras que se adjudicaron por 141 millones de euros terminaron costando 216 gracias a los sobrecostes, mordida y comisiones ilegales que detectó la UCO. El caso Ciegsa u Operación Taula en Valencia con la construcción de colegios públicos con mordidas detectadas de 3 millones de euros. La Trama Gürtel, con 25 millones de euros en comisiones ilegales. El emblemático caso del 3 per cent en Cataluña. El Fondo de reptiles. El caso Koldo, Ábalos y Cerdán. Los sobrecostes de las obras del AVE en Barcelona que superaron los 30 millones y en una segunda fase los 82 millones de euros. Unos pocos casos que llenan la saca de nuestra gran clase política a costa de los ahorros de todos y cada uno de los impuestos de los pusilánimes ciudadanos.

La cuestión es que ante este panorama uno puede esperar el auxilio, la voz en alto de protesta de todos aquellos sectores que se autodefinieron como los defensores de la clase trabajadora. La fuerza sindical. Esa que surgió con enorme virulencia ante los abusos de la Revolución Industrial. Con filósofos como Marx y Engels a la cabeza. Con movimientos como la Comuna de París, o la Primera y Segunda Internacional. Pero ojo, no nos olvidemos que estamos en el Siglo XXI. El siglo de las redes sociales, de los likes, del postureo virtual. Ya no es necesario lanzarse al barro. Ahora, nuestros líderes sindicales son más de reels. De apariciones sonrientes y maniqueas con fulares anudados al cuello. Nuestros líderes defensores de la clase trabajadora posan en la foto mientras a sus espaldas van dejando una ristra de casos históricos relevantes como cadáveres en un camino polvoriento del Siglo de Oro. Casos como la promotora inmobiliaria PSV impulsada por UGT. El Caso ERE de Andalucía con implicaciones en el desvío de 679 millones de euros en ayudas públicas para prejubilaciones. Vinculado a otra causa de 680 millones de euros pendiente por supuesta malversación. La UGT de Asturias condenada por fraudes en subvenciones para formación con casi 587.000 euros desviados. La UGT de Madrid y Fogasa con 2,1 millones desviados a presuntos trabajadores y empresas ficticias. O el sindicato de limpieza en A Coruña, con algún que otro imputado por presunta corrupción tras aliarse con la UTE adjudicataria para colocar trabajadores a cambio de comisiones.

Suma y sigue. Es el saco roto. El sumidero por donde se va el dinero de todos y cada uno de los ciudadanos. Esos que gracias a su esfuerzo y su trabajo deberían tener una jubilación digna a los sesenta y dos o sesenta y cinco años y no ser condenados a trabajar toda su vida como esclavos para que unos cuantos sigan viviendo como reyes y validos del Siglo de Oro gracias al fraude.

La cuestión es que, hoy día, en el chic siglo XXI, estamos más pendientes de nuestro selfie, de nuestro mundo virtual que del real. Nos han convertido en borregos ignorantes a base de migajas de pan. Es el gran Estado mafioso que se dedica a neutralizarte, a vigilar tu bolsillo y a tener comprados con prebendas y subvenciones inútiles a sindicatos que deberían mirar por los beneficios sociales del trabajador y no por los suyos propios, como una simple organización mafiosa. Hay que ser un buen ciudadano y cumplir con las obligaciones tributarias. Hay que ser un hombre y mujer pusilánime en este colorido siglo XXI aderezado de seda y perfume de magnolia.

Un siglo de literatura inane.

 

 

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