DE LAS PEQUEÑAS COSAS

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Hay un niño con el cuerpo empapado en agua salada a orillas de las playas de Argel. Nada placenteramente, evadido del tiempo y de las preocupaciones. Un aire fresco que roza sus mejillas se confunde con los suspiros de las sirenas en el mar. Y de esa especie de canto secreto nace una indiferencia tan agradable como el pacto tibio del sol con el agua. Su nombre es Albert, pero está tan abstraído que hace caso omiso de las llamadas en árabe que sus compañeros le hacen desde la orilla. Se ha dejado invadir por una apatía sosegada, tan dulce como la caricia cálida del Mediterráneo.

imagen calles de Argel
imagen calles de Argel

Desde allí contempla el esplendor y la pureza de unas casas blancas, entre caminos y olivos, que se escalonan unas sobre otras para trepar por la montaña y dibujar con el contraste de colores la línea azul e infinita del cielo. No sabe bien si lo que siente en ese momento es felicidad, o el ardor de vivir que se encuentra entre las ignoradas cosas de la simple costumbre. Ha despreciado la esperanza, puesto que la considera uno de los peores males destapados de la caja de Pandora, al engendrar en su vientre apetitos e ilusiones desmesuradas que, por contra de lo que se cree, lo que harán será alimentar el monstruo de la envidia, el afán por la desdicha.

Este muchacho de piel cetrina y embriagado por el olor a café tostado que escapa de los bares del puerto ha decidido vivir las sensaciones de la implacable grandeza de las pequeñas cosas, de los bienes ridículos y esenciales que por otra parte pueden ser los únicos que nos conmuevan. No tiene alma bastante para comprender el reino de los ideales ni tampoco comprende el desespero terreno por ansiar un paraíso futuro, habitado de ángeles que llenan de alegrías los rincones de ese edén en el continuo batir de sus alas.

Sus intenciones y su imaginación son más simples, más sencillas, porque así se lo impone la propia realidad. La rudeza de Belcourt, del barrio pobre y obrero donde ha nacido. Un lugar en el que los hombres trabajan duramente a cambio de salarios miserables en las pequeñas fábricas e instalaciones portuarias. Y que, sin embargo, no será suficiente para evitar que muchos de sus hijos terminen tras las rejas sombrías de la prisión de Barherousse, como consecuencia de un lacerante proceso de degradación al que los fue llevando la necesidad.

Siente Albert todo el frío de su hogar, sin un libro, sin un periódico o una revista que pudiera, con sus letras impresas, distraer a quien ha sido condenada a una temprana viudedad. A aquella mujer, su madre, que se gana la vida día a día, dejando sus manos y sus uñas en una tarea mal mirada, en el trabajo injustamente repudiado de asistenta. La ve en el boceto de luces y sombras que combinan los crepúsculos moribundos de Argel. Distingue su delgada silueta de hombros huesudos y una sensación de miedo le invade. Siente piedad por su madre, mirándola fijamente, durante largos minutos para tomar conciencia de su pena.

Sin embargo, no quiere dejarse arrastrar por la fuerza de una acacia cuyo único caudal es el de la desesperación de una vida sin aliciente. La única manera de no caer en la gruta profunda de la resignación es evitar que la conciencia de su desgracia despierte. Y el único antídoto posible es el de la indiferencia ante la tragedia y el desprecio por el destino.

Imagen del cartel de la película El Extranjero
Imagen del cartel de la película El Extranjero

El bálsamo es amar en el instante a las pequeñas cosas, deleitarse con la frescura de las piernas de cada una de las chicas que pisan con sus andares lozanos, los juegos en rojo y blanco de los paseos hacia el mar. Respirar el olor de las flores jóvenes, saborear la pulpa de la fruta y soñar a la brisa de los viejos cines de la calle Lyon. Allí, donde vivía serenamente este niño, Albert Camus. Aquellos mismos cines que solía visitar Meursault, protagonista de El extranjero, guiado por las finas manos de María, después de haber pisado con sus pies desnudos las ardientes playas que recogen, en semicírculo olvidado por la rutina, toda la grandeza de un teatro helénico. Toda la delicadeza de un suspiro, tan débil y pequeño que es preciso abrir los poros de los sentidos para capturarlo y nadar en su desapercibido disfrute.

 

© De la literatura y las pequeñas cosas

 

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