Tucídides escribió que los ricos hacen aquello que quieren y los débiles sufren lo que deben. Sin embargo, hoy día, en el mundo contemporáneo todo se ha sofisticado. Ha sido seducido con ropajes de seda, por ese neolenguaje del que tan certeramente hablaba Orwell en su libro 1984. Ha llegado un punto en que el fuerte no se limita a dominar al débil, sino que, además, exige al depauperado que lo ame y que perdone sus insignificantes «errores» de fragilidad mortal y no divina. Es lo que se viene a llamar la colonización mental del más desfavorecido.
El perdón es para el cristiano un concepto que permite reflejar la misericordia de Dios hacia la humanidad, un acto de amor que sana y se abre a la reconciliación. Y según los hechos que acontecen últimamente, el ciudadano español parece ser que es el que más cerca esta de Dios. Es el heredero del Señor en la tierra que, como Jesucristo, perdonó a aquellos que incluso le ajusticiaron y le llevaron a la cruz. Siguiendo su ejemplo, un ciudadano español, creyente o no, debe saber perdonar porque es un atributo divino y eso nos coloca más cerca del cielo, de la bondad.
Ahora bien, en este mundo arcoíris, de satén y raso, de mundo radiante gracias al recurso del perdón, me vienen a la mente esas palabras de mi abuela, esas sentencias en voz baja que soltaba en su sillón contemplando el mundo en los últimos años de su vida: «de tan bueno que es parece tonto».

Podemos contemplar como nuestro rey emérito decide escribir un libro que lleva por título Reconciliación. Redactado, posiblemente, en su confortable mansión de Abu Dabi. En los descansos contables del repaso de las cuentas de la Fundación creada para dejar en herencia, a su estirpe, el dinero que, supuestamente ha ganado con su esfuerzo y su trabajo, con su íntegra dedicación a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Hay que saber perdonar, como buen cristiano, esas escapadas para pegar tiros a elefantes o para rebuscar bajo las sábanas calientes alguna presa colmada de prebendas.
Vemos a nuestro elegante presidente Pedro Sánchez como pide perdón a los nacionalistas. A aquellos de los cuales necesita urgentemente sus siete votos para poder permanecer en el poder. Pide perdón a las víctimas de un Salazar mofletudo de carrillos sonrojados y boca carnosa, avarienta de ser besada y que delata su supuesta excitación sexual ante las mujeres subordinadas.
Vemos frente a nuestra televisión a un Ábalos que pide perdón, a su manera, por tratar tan bien a las mujeres. Por quererlas y desearlas. Vemos a un Oscar Puente que pide perdón, a su manera, por el retraso de los trenes y la deficiencia en la red viaria y nos encandila diciéndonos que todo se solucionará bajando el coste del billete y metiendo, como sardinas en lata, a viajeros que podrán ir de pie, colgados de las barras y asideros como monos de feria.
Vemos en pantalla a Oscar López, tan estirado y remilgado, tan seguro de sus dictámenes de vendedor de crecepelo pidiendo perdón, a su manera, a todos aquellos interinos cesados a los que ha puesto en la calle después de haber trabajado más de veinticinco años en la Administración. De patitas en la calle con una mano delante y otra detrás porque, claro, la Administración está por encima de la ley, y si no se hace una ad hoc para llevar a cabo el despropósito que, casualmente secundan esos jueces que siempre tienen en la boca aquello de que no existe lawfare, aunque Europa haya dicho, como repitió el ministro Bolaños literalmente, en uno de sus deslices que, «la Comisión Europea ha determinado que todos aquellos que lleven más de tres años, son fijos a todos los efectos… entrecomillo… que los que lleven más de tres años son fijos a todos los efectos. Y que España tiene que resolver esta cuestión». ¿Dónde está Yolanda Díaz? Esto se lo debe haber perdido mientras degustaba una mariscada con sus amigos sindicalistas o mientras hacía sus últimas compras en la milla de oro.

Pero ojo, no nos pase desapercibido que también hay otra manera de pedir perdón. Esa de decir algo así como «Luis, se fuerte», de Mariano Rajoy, que nada tiene que ver con la de Pedro Sánchez hacia Ábalos a quién le decía «he echado de menos tu amistad». Hay varios giros gramaticales de querer significar lo mismo.
Es el perdón de la derecha. Que más que reclamarlo lo exige. La gente de derechas pide perdón perdonando. Como Montoro, tras haber montado, supuestamente, una red cuasi mafiosa, al estilo de la Camorra italiana, y al abrigo de esos inspectores de Hacienda tan temidos o más que Billy el niño. O el perdón de Rodrigo Rato. Con su libro Hasta aquí hemos llegado. Donde nos vende la moto de una crisis financiera mundial pero que se olvida de sus víctimas. A quién le importa todos aquellos ancianos estafados, enloquecidos y empujados a la ruina, tras habérseles sustraído todos y cada uno de sus ahorros.
O, incluso, para trasladarnos al presente reciente, nuestra «presicienta» de la Comunidad de Madrid. Nuestra dulce Ayuso, que ante lo desvelado en el Hospital de Torrejón dice frente a las cámaras que será contundente por lo ocurrido. Frente a los débiles, frente a esos pacientes que engrosan las listas de espera. Es su manera de pedir perdón. Porque poco después, en lugar de cancelar los contratos o exigir dimisiones lo que hace es blanquear las palabras del CEO, para dejarlas en nimiedades, en rencillas entre directivos que, por supuesto, el pueblo, el débil, sabrá perdonar, como buen cristiano.
Y así, con esta retahíla de perdones nadie asume responsabilidades. Todo el mundo pide perdón como si eso fuera una especie de misericordioso trampolín para seguir mamando del erario. Del dinero que pone el ciudadano, siempre el más desfavorecido de esa pirámide de perdones.
Un ciudadano adormecido y sedado, pusilánime, que de tan bueno parece tonto. Y que cada vez es más pobre y se ve obligado a renunciar a una gran parte de todos aquellos beneficios sociales que fueron arañando a través de años de lucha y contienda en nuestra jodida Historia.
Nos hemos convertido en un país regido por vividores que piden perdón y que ponen la mano en el fuego sin que haya llama. Mientras tanto, nosotros, los ciudadanitos de a pie, los que así irán en los trenes de Oscar Puente, no queremos entenderlos.
El perdón que se nos pide es por no haber robado lo suficiente o por haberse dejado descubrir.
Dejemos de preocuparnos y sigamos siendo unos ciudadanos medrosos y atemorizados porque el empeño de nuestros gobernantes será sofisticarse para evitar que esto vuelva a ocurrir.


