Hay algo que no pasa desapercibido en las páginas de este libro. Probablemente porque cada una de sus hojas están impregnadas de ello. Es la fuerza en la descripción de los olores. El percibir el aroma especial de un pueblo del sur de Italia, Lizzanello, en la provincia de Lecce, Apulia. Francesca Giannone consigue, con excepcional precisión, transmitirnos los gratos olores de ese aroma especial de su pueblo en tiempos pasados que aún perdura. Una mezcla de pasta fresca, de orégano, albahaca, tierra mojada y vino tinto.
La novelista nos sumerge en un mundo de sensaciones no solo a través del olfato, sino que explota cada uno de los sentidos como la vista, el tacto, el sabor e incluso el oído. Nos describe la plaza y su extraño amarillo pajizo donde los letreros descoloridos de las tiendas intentan sobrevivir al paso de las inclemencias. Incide en el extenuante calor del día de Ferragosto (que buena unión morfosintáctica de palabras: hierro y agosto). La camisa empapada, pegada al cuerpo por el sudor, el lento pasar del tiempo donde los relojes parece que se mueven a cámara lenta. El olor a sofrito y a café recién hecho…. Todos y cada uno de esos pequeños detalles van involucrando al lector en el conocimiento de una cultura culinaria colmada de recetas mediterráneas, en la cultura del vino, el esmerado cuidado de las cepas, el trato cariñoso de la tierra y la recolección del fruto. Y con la misma parsimonia y tranquilidad se desarrolla la narración de la novela, al tranquilo pero inexorable caminar de una mujer convertida en cartera sobre los adoquinados del pueblo o con suaves pedaladas sobre una bicicleta que le permite subir aquellas calles empinadas o alejadas del centro histórico que no comulgan con las tradiciones y leyes, en ocasiones, atávicas y ancladas en un pasado lejano.
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