Parece que últimamente hay una especie de aversión fomentada por una serie de escritores editores, amigos todos ellos, contra la autoedición. Basan sus reflexiones en que la autoedición son malos textos de escritores advenedizos, que no cumple con los estándares de calidad de edición de un texto y que no arriesgan nada en absoluto frente a las pequeñas editoriales que, por el contrario, siempre miran por el bien de la literatura y por el fomento de la calidad literaria, ante todo.
Si bien es cierto que hay pequeñas editoriales que sí se preocupan por sacar a la luz una literatura bien hecha y cuajada, no menos cierto es que hay muchas otras que se han creado a la sombra del chiringo y del tenderete de amiguetes de la profesión. Chiringos editoriales que cada vez son más cerrados, endogámicos y dominados por intereses ajenos a la talla literaria.
Casualmente, este fenómeno del chiringo literario se suele dar con bastante promiscuidad en el mundo hispano, no tanto en el anglosajón. Las editoriales, grandes o pequeñas, operan en un círculo cerrado creado por ellas mismas. Un entorno de amistades, de talleres literarios, de festivales, de redes académicas o sociales, de asociaciones donde lejos de importar la calidad literaria del manuscrito que puede llegar, lo que verdaderamente importa es la cercanía o la amistad con el editor y con los otros autores del mismo catálogo.

El mundo editorial está colmado de favoritismos, nepotismos y prácticas poco transparentes donde lo que prima no es el valor literario en sí. Se ha creado un campo de barbecho donde editoriales y revistas solo publican a autores de su propio círculo. Se crean antologías o se crean premios de poesía, sobre todo, donde los autores seleccionados se conocen todos entre sí. No hay cabida para neófitos ni para aquellos ingenuos que piensan que su esfuerzo y su preparación se verá premiada por la calidad de sus textos. Lo que prima es la publicación cruzada entre amigos, porque muchos de estos escritores, resulta que, también, son editores creando un círculo perfecto donde, por supuesto, tiene entrada el capítulo de las subvenciones del Ministerio de Cultura. «Yo te publico y tu me publicas» suele ser la máxima que se oye por ahí. Y ambos, todos a una, como los mosqueteros, piden la subvención.
Pero es que si, para más inri, nos adentramos en el tema de los grandes grupos editoriales, es prácticamente vergonzoso ver como todos esos grandes premios que se generan y que gozan de una enorme publicidad resultan estar supuestamente amañados, donde se premia, casualmente, a escritores de la propia editorial convocante o a periodistas trabajadores en el grupo editorial que corresponde. No es que sea difícil, sino que es imposible para un autor independiente, que no tenga respaldo ni proyección alguna, meter la cabeza en el circuito de estos premios. Es, a todas miras, inalcanzable ni, aunque se llamara Miguel de Cervantes o Lope de Vega.
Pero resulta que no son estos grandes emporios editoriales los que, con más ahínco, critican el desafío de la autoedición. Al fin y al cabo, no deja de ser una pequeña mosca frente a un dragón bicéfalo, si nos referimos a los grandes grupos como Planeta o como Alfaguara. Emporios que mantienen en nómina a un ejército de periodistas culturales a su servicio que, por supuesto, están sometidos al interesado juego del hoy por ti, mañana por mí. Están muy por encima de esas pequeñas minucias de intranquilidad que puede suponer que un autor se autoedite esperanzado de no morir en el olvido.
Los que más pegas parecen poner a que un autor desconocido salga adelante, aún a costa de tener que autoeditarse, son precisamente esas pequeñas editoriales formadas y configuradas por amiguetes de tapeo y birra, en plan chiringo.
Aluden a que ellos cuidan pulcramente de los textos y que en la autoedición no hay un corrector orto tipográfico ni de estilo. Está claro que la corrección de textos es un punto clave en el proceso editorial, pero obvian decir que el autor tiene la posibilidad de contratarlo externamente. Aluden a que una editorial debe cumplir con los derechos de autor y presentar las liquidaciones dentro de los tres primeros meses del año, pero obvian decir que muchos de estos chiringos editoriales manipulan a su antojo todos estos certificados de liquidaciones. Igualmente obvian decir que hay empresas de auto publicación perfectamente sincronizadas en el tema digital y de ventas que permiten al autor acceder a un listado de seguimiento cada tres meses donde se ven reflejados los pagos pendientes de los derechos de autor con más verosimilitud y credibilidad que muchas de estos chiringos editoriales, donde el autor está sometido a creer en sus datos anuales con fe ciega.
Piratas de baratija y morralla, por tanto, hay en todos los lados, tanto en el mundo editorial como en el de la auto publicación.
Estos chiringos editoriales empiezan a temer que, por culpa de la auto publicación, perfectamente extendida y aceptada en el mundo anglosajón, se pueda provocar que su tenderete se ahogue y desaparezca y que, por supuesto, pierdan las ayudan públicas tan cotizadas y deseadas. El verdadero problema no es ya que desaparezcan estos chiringos de trillada chatarra literaria, sino que en esa marejada arrastre consigo a otras editoriales pequeñas que sí hacen un buen trabajo basándose en la calidad literaria.
Pero lejos de pensar que el mal es la autoedición, a lo mejor habría que reflexionar sobre el problema de la edición hoy día, convertido en chiringuito de amigos donde no prima la calidad literaria ni la capacidad crítica e independiente del autor. Sino que lo que mayor importancia tiene es el amiguismo y el ser lo políticamente correcto, a derechas o a izquierdas, para un Ministerio de Cultura de turno que otorga las subvenciones a los textos, autores y editores que sean de su manga política. Probablemente, una forma de demostrar la intención democratizadora y no sectaria de la cultura, fuera permitir que los escritores auto editados, previo cotejo de la calidad de sus textos, pudieran optar a esas golosas ayudas que se reparten siempre entre los mismos, por parte del Ministerio.

El autor independiente o el autor que se autoedita, no se debe a ninguna tendencia política y eso hace de él que pueda ser precisamente uno de los escritores que hace de su literatura el más fiel al reflejo de la sociedad, con sus virtudes y sus defectos. Es al propio autor, al que escribe, al que le preocupa que sus textos tengan una calidad literaria sobresaliente. El editor, siempre ha estado más preocupado de que los autores que tienen en cartera tengan una determinada proyección publicitaria o un gran número de seguidores en las redes sociales (circunstancia esta que también puede ser manipulada) para convertir en mercancía los libros sin tener en cuenta la calidad de los textos. Al editor, ayer y hoy, lo que le importa por encima de todo es vender y pagar poco o nada. Y si no que se lo pregunten a Francisco de Rojas.
Todo esto conlleva que muchos escritores, buenos escritores, con estupendos textos y gran bagaje cultural, no podrían ver nunca editados sus escritos porque no saben manejarse en las redes sociales o porque no tienen tras de sí un aparato de marketing que le de color al envoltorio. Y entonces ¿cuál es la única salida que le queda a ese escritor que no ha entrado en el circuito de los chiringos editoriales? La auto publicación. Sin duda alguna. Porque auto publicarse, aunque alguno quiera que se vea así, no es sinónimo de baja calidad. Es, en muchos casos, una forma de negarse a mendigar la validación que nunca llega de editoriales que funcionan como castas del privilegio. Auto editarse es una posibilidad de trabajar el texto con el rigor que el propio autor desee, sin sacrificar su voz libre e independiente por intereses comerciales o tendenciosamente políticos. Lejos de lo que se quiere hacer creer, tampoco implica aislamiento pues a disposición del autor existen correctores de texto, diseñadores, lectores beta, plataformas y redes de apoyo que permiten crear libros a la altura de los mejores. Eso sí, a costa del bolsillo del propio autor que se auto edita. Porque ese escritor, el que se auto edita si es el que arriesga su dinero por una pulsión que no es otra cosa que la pasión por la literatura.
No nos creamos esa perorata de que el sistema editorial tradicional lo que busca es la calidad de los textos y elevar a suprema categoría la literatura. Lo que busca un editor y sobre todo un editor de chiringo, es la vanidad y por supuesto vender lo más premiable, lo más visible en Instagram y Tiktok. Muchos manuscritos valiosos, escritos por alguien sin contactos, morirían en el ostracismo esperando ver la validación editorial de todo este patio de monipodio.

Por eso, gracias a que vivimos en el siglo XXI, la auto publicación ha roto ese ciclo corrompido, ese círculo cerrado. Ahora son los lectores, no los editores influidos por criterios de amiguismo o visibilidad, los que serán los jueces últimos de una obra. Ahora un autor que previamente ha sido arrinconado al ostracismo tiene la posibilidad de mostrarse al público, para bien o para mal.
Ya lo hubiera deseado Marcel Proust, con su obra En busca del tiempo perdido, rechazada por varias editoriales y finalmente publicada por la editorial Grasset pagando él mismo el coste de esa edición. O, por ejemplo, Virginia Woolf que junto con su esposo Leonard se vio obligada a fundar la Hogarth Press para tener control sobre la publicación de sus obras como consecuencia de la frustración con editoriales convencionales. O el Ulises de Joyce rechazada hasta la extenuación por múltiples editoriales por considerarla escandalosa. Son innumerables los casos de escritores cuyas obras fueron rechazadas e incluso no consiguieron ver la luz hasta después de haber muerto: Kafka (El Proceso, El castillo, América, El artista del hambre…; John Kennedy Toole (La conjura de los necios); Fernando Pessoa (El libro del desasosiego); Sylvia Plath (Ariel); Giuseppe Tomasi di Lampedusa (El Gatopardo) … y así una larga lista de desdichados escritores sin mecenas.
Quizá, por tanto, lejos de fomentar el odio entre escritores que han acomodado sus posaderas en el sillón de turno, y aquellos que se han jugado todo al rojo, porque han hecho de la literatura su pasión y su vida, sin pertenecer a la casta, lo que habría que mirar, por encima de cualquier signo de venganza o descrédito, es lo único que pide el lector: la calidad literaria.
Por eso, desde aquí, animo a cualquier escritor que haya sido envenenado por la pulsión de la literatura y la imaginación, y que no tenga padrinos o que no hubiera podido meter la cabeza bajo el tenderete del chiringuito, a que siga en la lucha y que recuerde los consejos que Sancho Panza decía a su señor Don Quijote en el lecho de muerte: «No se muera vuesa merced … porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben más que las de la melancolía (…) y es que el vencido hoy será vencedor mañana.»