JUNTO A LA FUENTEFRÍA

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Me pongo en su lugar y… no puedo olvidar aquella pesadilla, madre, aquel grupo de mujeres enlutadas, de vestidos y velos negros. En sus coplas asoma la calavera de un beso traidor, es el lloro desalmado de sibilas y hechiceras, de águilas que con crucifijos de plata me amenazan mostrándome sus garras azules. Tiemblo, noto el cuerpo helado, sé que no debo tener miedo, pero nadie, madre, ningún hombre, puede resistir esta angustia. Quiero escribir poemas sobre el remanso dulce del aire, quiero escuchar la voz soñolienta de Margarita Xirgú, esa alegría melancólica de romance argentino. Que no quiero ver las fauces horribles de la muerte, que no quiero escuchar su bronca voz doliente.

« … que la pena negra
brota en tierra de aceituna
bajo el rumor de las hojas.»

Federico García Lorca.

 

Lorca correos

Pude y no quise. No huí a la zona republicana cuando me lo propuso Luis Rosales. ¿Por qué no me quedé en Madrid? Pero no he de temer nada. Los hermanos de Luis son gente importante en el otro bando. Tienen muchas influencias. Y, en definitiva, no he hecho nada malo, como no lo hizo Mariana Pineda. No he matado a nadie, ni tan siquiera de mi boca ha salido un mal insulto, ¿qué culpa he cometido? Que tan solo he cantado a Granada, sus gitanos y naranjales, sus ojos de sultana. He señalado a la amargura desde el rincón más profundo de la metrópoli de Nueva York. He llorado desde lo más hondo de mi alma por las injusticias y los abusos. He compartido las lágrimas de marginados y desposeídos, con el desgarre primitivo de un cante jondo infiltrado, como una inyección, en las venas de la Andalucía profunda. He hecho patria y república por caminos polvorientos, para llevar el arte hasta pueblos olvidados. He arrastrado La Barraca, con su espíritu joven y limpio, para clamar por la dignidad de los olvidados. Y cuando de mi voz solo han brotado rosas en libertad, cercenadas y heridas fueron por el aluminio de los soldados. Porque no se atreven a mirar a los ojos del que padece, no quieren ver como el agua baja desde la Alhambra, como fluye y como corre; prefieren el agua estancada, corrompida, vigilada.

 

«Cuando las estrellas clavan
rejones al agua gris
cuando los erales suenan
verónicas del alhelí
voces de muerte sonaron
en el Guadalquivir.»

Federico García Lorca.

 

Pobre hermana, pobre Concha… tuvo que decirles dónde estaba. Ya se llevaban a padre entre ofensas y empujones. No hubiera resistido. «Está en casa de los Rosales. Él no ha escapado, porque no tiene nada que ocultar. Es una casa muy conocida, de una familia muy respetada». Pobre hermana mía.

 

« … la noche llama temblando,
al cristal de los balcones.»

 Federico García Lorca.

 

Los vi, los vi llegar por la calle Angulo, bajando presurosos desde el Gobierno Civil, con sus tricornios de sombras siniestras, con la expresión del terror en sus rostros y un sol de castigo en la tarde, sonriendo al aullido de las hienas. Todos aquellos guardias para prenderme, armados con fusiles, subidos en los tejados… Cayó la pluma adormecida en el suspiro y la tinta derramada marchitó la última poesía. Aquella tarde de agosto vi el rictus negro del odio. Las voces atropelladas, enloquecidas: «Maricón»; insultos y amenazas. Ojos sangrantes, llenos de ira, como la cera ardiente, Ramón Ruiz Alonso, el rostro desencajado por la mentira y el oprobio, y en sus labios, espuma: «Has hecho más daño con la pluma que otros con la pistola», escupió veneno la serpiente.

 

« Con el alma de charol
 vienen por la carretera
jorobados y nocturnos
por donde animan ordenan
silencios de goma oscura
y miedos de fina arena.»

 Federico García Lorca.

 

No quise hacerme el nudo de la corbata, de esas corbatas de lazo, sí, que llevan los artistas, con las mangas remangadas y la chaqueta sobre el hombro, dejé la pluma sobre el escritorio, un poema inacabado, truncado por el furor de la fuerza, crispado por los gritos y el terror a la crueldad, pero ansiosos por cerrar cuanto antes este paréntesis. He de mostrarme entero, digno, con la decencia humilde de quien no ha cometido ninguna injuria y de quien no tiene nada por lo que avergonzarse. El orgullo no debe claudicar a la violencia, aunque en mis dedos pueda observar el escalofrío de un alma estremecida por el miedo. Unos ojos y una agonía interior marcaban como un diapasón el estrépito de cada paso mientras bajaba la escalera. No quise decirles adiós a esos ojos brillantes, no pude más que decirle «hasta pronto, Esperanza; no te doy la mano, porque no quiero que pienses que no nos vamos a ver otra vez».

 

«¡Cómo tiembla el farol, madre!
Era de madrugada.»

Federico García Lorca.

 

José Rosales prometió sacarme de este agujero. Sé que, si hubiera podido, en aquel breve instante en que le vi al salir del Gobierno Civil, me hubiera cogido por las muñecas para llevarme con él, pero los trámites son desesperantes y además Valdés es un hombre sin corazón y no cederá para dejarme en libertad fácilmente. He de tener paciencia para soportar esta amarga y desoladora situación, mantener el equilibrio sobre el alambre de la desesperación. Hay momentos en que me derrumbo y quiero llorar como un niño, entonces recito continuamente sin escuchar siquiera el murmullo que corta el aire, «Guardias civiles borrachos / en la puerta golpeaban. / Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas». Clamo a la luna traidora por estar de nuevo con los míos, con mi familia, con mis amigos, porque amo la vida y quiero seguir viviendo. «García la loca», me gritan y sentencian, y ante aquellos que disfrutan con el sufrimiento ajeno, que se rodean y regocijan entre risas y desprecios, que observan al condenado con las rodillas en el suelo haciendo de la crueldad y de la guerra un reino donde habitar y dar rienda suelta a sus frustraciones asesinas y criminales, no queda más que esperar que la historia los juzgue y que sobre sus lápidas, corroídas por la maldad, el tiempo deje el sedimento despectivo de la indiferencia y el olvido.FOTO LORCA FUNDACION GARCIA LORCA 2 2

 

Probaría un poco de aquella tortilla recién hecha, bebería, con el placer de quien disfruta la suculencia de un deleite que ha dejado de serlo al no haberlo echado nunca de menos, un trago largo de café, que con cariño me acercaba Angelina Cordobilla mientras arrastraba su pierna reumática hasta el Gobierno Civil. Pero un nudo de culebras anida en mi estómago que no me permite más que fumar de forma incesante, sin parar, encendiendo el siguiente cigarrillo con la incandescencia agonizante del anterior. La densidad del humo parece condensar el avance inflexible del tiempo, de esas horas que pasan en lenta pesadumbre como moribundo velatorio. No puedo dejar de caminar con el paso acelerado de un lado a otro, entre estas cuatro paredes de cal blanca y restos de sangre del último desdichado, en un ambiente donde aún flotan los gritos de auxilio. Me irrita esa laxitud de Joaquín y Francisco, como heridos por una cornada incurable en su última puesta de banderillas. Reniego de compartir esa actitud de Dióscoro, ese predecir fatalista de maestro de escuela, sereno y seguro de una doblegada capitulación, firmando con el silencio sellado de sus labios, con el enmudecimiento que provoca el pánico, su fusilamiento. Siento frío, un sudor húmedo que me recorre la canícula de los huesos y como el abatimiento me va comiendo terreno a cada minuto. En la mirada de cada uno de los guardias, de esa espeluznantemente llamada Escuadra Negra, no veo más que crueldad y tinieblas, un reino oscuro donde la compasión ha claudicado ante la guerra.

 

«Quiero dormir un rato,
 un rato, un minuto, un siglo
para que todos sepan que no he muerto…
 … que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.»

Federico García Lorca.

 

El ruido de un motor recién encendido y unos faros amarillos que iluminan como los ojos inquisitoriales de un gato en la noche para indicar el camino hacia el barranco de los condenados. Recordar, en la aguda desesperación del llanto, de una esperanza ahogada y convertida en resignación, el paternóster ya olvidado, último recurso para alargar la vida, para arañar minutos al tiempo después de saber la verdad, de iniciar «el paseo», un viaje obligado a punta de fusil, en solitario y sin billete de retorno. Por un momento una sombra densa extiende su capa y el silencio se impone al rumor constante y continuo del agua, para pedir a la fuente de Aynadamar que contenga sus lágrimas, como él contiene su aliento. Pero un sonido seco y certero suena sepultando la sensualidad de la poesía y secando, para siempre, con la aspereza de una cicatriz en la memoria, el lugar donde ya reposa su corazón, junto a la Fuentefría.

 

«Todos cerraron los ojos,
rezaron: Dios te salva.
Muerto cayó Federico
sangre en la frente, plomo en las entrañas
que fue en Granada el crimen,
sabed —¡pobre Granada!— ¡en su Granada!»

 Antonio Machado.

 

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