EL OLOR A CEBOLLA

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Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

A pesar de todo el floripondio de nuestra política interna, uno comienza a percibir un cierto olor a cebolla. Ese mismo hedor que describió fielmente Miguel Hernández en sus Nanas de la cebolla, después de que su mujer le escribiera una carta a la cárcel recordándole la mísera nutrición de su hijo recién nacido, el cual se veía obligado a comer pan duro y cebolla.

Sin duda. El olor a cebolla es, literariamente, el hedor de la pobreza. Camilo José Cela, siguiendo la metáfora del poeta de Orihuela, lo trasladó a su inolvidable novela La Colmena, donde por culpa del hambre se borran las fronteras entre la decencia y la golfería. De uno de sus personajes dirá que la única salida es el suicidio porque nunca se podrá escapar del olor a cebolla, de ese tufo a miseria que se ha quedado impregnado en la piel.

Mientras los políticos se enzarzan en tensiones con la única intención de ganar el relato y el fogonazo publicitario y propagandista hay una mayoría silenciada que crece y que, según pasa el tiempo, nota que más difícil le resulta quitarse de la piel y de los ropajes ese olor hediondo de tubérculo y sudor. Quizá ni ellos mismos lo noten pues ya se encargan las televisiones y los periodistas palmeros de hacernos ver un trampantojo de lo que en realidad sucede.

Pobres alrededor de un caldero con una cebolla
Pobres alrededor de un caldero con una cebolla

El caso es que la juventud, que supuestamente es el futuro de nuestro país, cada vez tiene más difícil optar a un trabajo con un sueldo digno. Está condenada a vivir en casa de sus padres porque no se construye vivienda asequible para ellos. Se comienza a escuchar vientos, que más bien son globos sonda, de que el sistema de pensiones es insostenible y de que esos jóvenes tendrán que convertirse en esclavos y trabajar hasta poco antes de su muerte para sostener un sistema político de prebendas insaciables.

Pero no hace falta irnos tan lejos, no hace falta irnos a un futuro próximo que, en definitiva, está a la vuelta de la esquina. El ciudadano está completamente abandonado. Vapuleado e ignorado precisamente por esos que deberían velar por su dignidad. Ya sabemos como es la derecha. Siempre al lado del poder. Cercana a las familias aristocráticas y de la alta burguesía con la única intención de mantener ese sistema mediante el cual lo ricos cada vez sean más ricos y los pobres se vean más endeudados e hipotecados en las reglas de juego creadas por los poderosos. En eso no tenemos duda. El problema viene cuando aquellos individuos e individuas que han sido votados por la mayoría que se sitúa en la base de la pirámide social se dedican a hacer una política de fuegos artificiales.

No vale salir con un traje blanco de Armani y con el pelo recién adecentado de peluquería para erigirse en valedora de la clase trabajadora. No vale con atarse un pañuelo palestino al cuello. No vale predicar que debemos llevar a nuestros hijos a un colegio público y luego hacer lo contrario. No vale ensalzar la sanidad pública cuando se está pagando el seguro más caro de una sociedad privada. No vale clamar para que el trabajador trabaje menos horas cuando estando en el gobierno eres incapaz de pagar las indemnizaciones de todos aquellos interinos que has tenido trabajando en la Administración durante más de veinte años y ahora no quieres saber nada de ellos.

Puede que Europa nos ponga la cara roja, y nos de un toque de atención sobre el fraude de ley existente, sobre el abuso de la temporalidad de esos trabajadores que han dedicado toda su vida a trabajar y que ahora son puestos en la calle con una mano delante y otra detrás. Pero aquí, en el interior de nuestras fronteras, a quién le importa todo eso. Sobre todo, porque no hay dinero para pagar las indemnizaciones a las que tendrían derecho. No hay dinero porque es mejor gastarlo en fundaciones creadas para desviar dinero, en asesores de asesores, en proyectos ridículos que no son más que justificaciones para llevarse el dinero del contribuyente muerto, en empresas creadas ficticiamente para multiplicar las comisiones aprovechando una pandemia, en dar amnistías a los ricos y a todos aquellos que contraten el bufete del ministro para evadir los pagos. No hay dinero porque se lo llevan a espuertas aprovechando cualquier ocasión.

Y es entonces cuando un tipo como Iceta decide ponerse a bailar y se saca de la manga una de esas pseudo leyes mediante la cual el interino que no consiga plaza tiene derecho a un año de indemnización como máximo. Da igual que hubiera trabajado veinte o veinticinco años como la mayor parte de ellos. Da igual que un empresario normal, según la legislación vigente, sí deba indemnizar a su trabajador contabilizando todos y cada uno de los años trabajados. Porque la ley no es igual para todos. Porque ellos son la Administración y son los que hacen y deshacen. Y no solo deciden pagarte un año de indemnización, sino que además te aplica retención sobre ella. Algo inconcebible. Y ahora reclama. Gástate la pasta que no te damos en reclamar a estos jueces acusados de lawfare y tan allegados a los políticos, de proceso en proceso hasta llegar a Europa. Porque esa es la única posibilidad de que se haga justicia, Europa.

La justicia ciega rodeada de un político y un empresario
La justicia ciega rodeada de un político y un empresario

No vale con alegar que a ese funcionario no se le puede dar la plaza porque va en contra de el principio de mérito y capacidad. Capacidad entiendo que tiene más que suficiente cuando la Administración le ha tenido trabajando durante veinte años como interino en lugar de sacar oposiciones para hacer fijo al personal; pero ninguno de ellos está reclamando que le den el puesto por otorgación divina. Lo que reclaman es justicia. Lo que reclaman es que se les indemnice por los años trabajados como se le indemnizaría a cualquier trabajador en una empresa en el ámbito privado. O acaso Yolanda Díaz no pondría el grito en el cielo si no fuera así.

Al parecer a nadie les importa este colectivo explotado y menospreciado como en tiempos de la Revolución Industrial donde los derechos existían por su ausencia. Y digo que a nadie les importa porque los sindicatos han jugado con ellos. Los han utilizado para dar sus cursos y hacer caja de la necesidad y llenarse los bolsillos. Han pactado indemnizaciones millonarias con la Administración, quién sabe si supuestamente a cambio de su silencio.

¿A quién interesa preocuparse por estos vasallos? ¿A Pedro Sánchez, a Yolanda Díaz, a los nacionalistas vascos, a Ayuso, a los distintos dirigentes de las comunidades autónomas, a los señores del cortijo de VOX? ¿A Puigdemont quizá?

Esos interinos que a nadie importan llevan impregnado en sus ropajes el olor a cebolla. Son los primeros parias de una sociedad que lleva mal camino. Una sociedad tejida por políticos vividores y trepas a costa de una ciudadanía adormecida, atontada con ese mismo tufo que quienes les dirigen han impregnado sobre su piel. Una sociedad injusta de leyes injustas, o de leyes que no se cumplen. O de leyes que se hacen a medida para los que gobiernan y no para la ciudadanía.

Ese hedor comienza a infiltrarse entre nosotros y no queremos darnos cuenta. Entre los ancianos incapaces de defender sus derechos adquiridos por culpa de la vejez, entre unos jóvenes de futuro incierto, entre unos autónomos que son incapaces de pagar los impuestos exigidos, entre unos padres recientes incapaces de ahorrar para poder adquirir una vivienda de precios astronómicos. Ese olor a cebolla comienza a infiltrarse entre los tejidos de la mayor parte de la ciudadanía.

Mientras tanto, ellos, nuestros dirigentes, «los hunos y los hotros» como diría Unamuno, le han cogido el gusto al buen vivir. A perfumarse con las mejores colonias para hacer ver, gracias a sus medios de comunicación y sus predicadores a sueldo que tampoco es para tanto. Que los tiempos no son tan malos y que podrían ser peores.

De momento, a ellos, ese tufo a cebolla no les llega… ni les llegará nunca. Todo se vence con una emanación del difusor aromático que llevan en su propio bolso. Una irrigación espolvoreada de Chanel en derredor suyo y todo solucionado. ¿Dónde está la cámara?, dirán en un giro de cabeza perfectamente estudiado. ¡Ah!, ahí… pues a otra cosa mariposa.

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