EL ENIGMA DEL INDULTO

Manjón Guinea
Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Ha entrado a comer en un restaurante cercano al despacho, en las Ramblas. Le hubiera gustado, por otra parte, ir a casa y disfrutar del placer de cocinar. Preparar un guiso como el que aquí le han servido, pero menos historiado. Un gigot braseado, adimentado con mimo, con el cariño de quien se preocupa por sus propias obras aun a sabiendas de que las devorará y rechazando la falsificación de un amor de marketing, del paisajismo visual de las espinacas en su intención comercial de resaltar el valor de la carne, de provocar su aroma.

Fotografía política y prosa. EFE
Fotografía política y prosa. EFE

Ha pedido que le cambien la copa, pues no es la adecuada para el borgoña, y, como un mandamiento sagrado, cada vino debe tener su cáliz. Porque, aunque haya sido permisivo con la operación de diseño culinaria, no está dispuesto a perder el mínimo sabor del terciopelo fluido con el roce del paladar. Mientras tanto, el inspector mira por enésima vez su agenda y sin llegar todavía a la desesperación no consigue encajar ni una sola pieza de un puzle que parece haberle estallado en las manos.

Así se lo había hecho saber esa misma mañana Biscuter, su ayudante. Con una vitalidad impregnada de nerviosismo, con los ojos de besugo más abiertos que nunca y sin llegar a comprender la existencia de un laberinto griego, tan profundo y abisal como en el que habían penetrado sin la ayuda necesaria de un ovillo de lana. Todo tan perfecto, tan limpio, tan pulcro. El cadáver orondo hinchado por el agua de un militante de izquierdas, de un escritor y columnista flotando en el mar estancado y aceitoso del puerto. Junto a la quilla gigantesca de los barcos anclados en el muelle. Con los pulmones encharcados de vino y un libro húmedo y borroso en el bolsillo de su gabán. Sin cartera, sin identificación, sin un solo papel que aclarase la procedencia y el pasado del fiambre. Un crimen político, quizá. O un simple robo con su asesinato, amparado en las sombras de una sociedad de explotación y miseria. Y, por el contrario a esa violencia inusitada, ni un solo indicio de agresión, ni una puñalada, ni una bala en el interior del cuerpo ni un orificio de entrada ni de salida, ni tan siquiera una leve magulladura de tinte violáceo o morado. Un caso rarísimo, más cercano al suicidio que al crimen. Como una obra del mal que trasciende los límites de la realidad para adentrarse en las grutas torvas de la ficción. Un asesinato más cercano a los dominios intangibles del diablo que a la corrupta mezquindad de una sociedad agónica y cruenta, como todos aquellos casos que tan cansado estaba de investigar y de aclarar.

Esta vez nadie le había ofrecido un soborno para intentar tapar lo ocurrido y poner a prueba la ética de Carvalho. En su agenda no había ni un solo sospechoso, ni el más leve indicio de un móvil. Este no era un crimen como los otros. Aquí había algo extraño, escalofriante. Un cuerpo frío y macerado, como si aquel cadáver no hubiese guardado nunca en el interior de su carne la existencia de una persona. Como si un fantasma en la noche, en la calle más oscura del barrio chino, le hubiese mordido en el cuello, para succionar con avaricia desmedida, hasta robarle el alma. Los únicos datos habían sido facilitados por su más fiel confidente. Un limpiabotas del sur de las Ramblas que como una rata recorre los bares y las tascas. Recabando información el silencio de una luna nocturna, bajo el humo envenenado y viciado del hampa. Observando la multiplicación fascinante como un juego de espejos. Las sombras raudas a la luz de una farola que casi no alumbra. Que no tiene fuerza para romper la niebla densa del sofisma y que traza el perfil gris de una figura estilizada, como en los cuadros de El Greco, cubriendo su rostro y sus manos en el interior de una cazadora negra, mientras el viento borra las huellas que puedan quedar a su paso.

Fotografía de Chris Hilllier
Fotografía de Chris Hilllier

Entonces, aquel detective, tan cínico y marginado como pueda serlo su ídolo, Dashiell Hammett, al otro lado del charco, concibe la idea de visitar a su morenita de origen charnego. Perderse en la dulzura nostálgica de un bolero, en el erotismo de unos labios carnosos. Embriagado por el perfume de la madurez de Charo y por una experiencia sexual que solo puede dar la profesión. Porque en ocasiones es necesario distanciarse del lienzo para lograr ver el enigma de la perspectiva, las diferentes pistas que anuden a través del método la clarividencia de la resolución. Pero lo que no puede saber ese detective gallego, capaz de romperle los brazos a un hombre y tan íntegro que no admite desvíos en la finalización de su trabajo, es que este crimen jamás lo podrá resolver, porque para desvelar el misterio será preciso que pasen muchos años. Tantos que la historia y el olvido, con el paso del tiempo, irán borrando las pistas falsas, una por una, para dejar al descubierto la identidad del criminal y sepultando la del cadáver, la de aquel escritor y militante del PCE, que sin saberlo había alimentado a la bestia que acabaría con él. Poco a poco, en el silencio de las palabras y la quebrada línea de la realidad, bajo la lentitud corrosiva de una literatura que cobra vida con la misma maestría con la que Sherlock Holmes se bebió el alma de su propio creador. Traspasando los límites de la ficción para ingerir la corporeidad y la materia del propio escritor.

Aquel cadáver que flota en las sucias aguas del muelle de Barcelona aún se llama Manuel Vázquez Montalbán y su asesino todavía se esconde bajo la tela mojada de una gabardina de un personaje ficticio que deambula por las calles a la búsqueda de su propia detención, de su irrevocable apresamiento para descubrir, en el momento de la sorpresa, la profecía, el enigma escrito del indulto.

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