EL APREMIO CERVANTES

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Manjón Guinea

Licenciado en Ciencias de la Información, Criminólogo y escritor

Después de cuatro años de cautiverio en la helada Siberia, condenado por ser uno de los integrantes del Círculo Petrashevski, un grupo intelectual de orientación socialista utópica que discutía ideas prohibidas por el zarismo, Dostoievski, tras el perdón del Zar Nicolas I, comenzó a introducirse de nuevo en los ambientes literarios de San Petersburgo. En una de las cartas enviadas a su hermano Mijail dice: «Mira a los demás, sin talento y sin capacidad y sin embargo progresan en el mundo, amasan capital. Estoy convencido de que usted y yo somos mucho más inteligentes, más capaces y conocedores de los asuntos que Kraevski y Nekrásov (…) Y sin embargo se enriquecen y nosotros andamos escasos de dinero».

Dostoievski escribiendo en una cárcel de Siberia
Dostoievski escribiendo en una cárcel de Siberia

Nada ha cambiado en el mundo. Puede que el escenario del teatro se cubra de distintos ropajes y entelados. Puede que las cortinas ya no sean las de un decembrismo rojo o las de una ilustración floripondiada a la francesa. Puede que ahora sea todo más televisivo, más de figuración esnob en las redes sociales y en los programas de televisión. Pero lo que está claro es que el escenario sigue siendo el mismo. Dirigido y controlado por los mismos de siempre. Por los allegados al poder. Por el grupo de escritores que, lejos de enfocar su literatura en la necesaria rebeldía para la libertad y la capacidad crítica, son replicadores del estatus que les alimenta y les llena la barriga gracias a sus altos cargos públicos. Son los que, como decía Dostoievski, se enriquecen gracias a su falta de talento y su banalidad. Su masajeo continuo al poder.

Mira uno al presente y por más que lo intenta ya no encuentra hombres de la valía de Delibes o Saramago. Y si los encuentra son hombres que viven silenciados, precisamente porque el poder no quiere que sus voces y su manera de pensar sea escuchada y pueda despertar esa capacidad crítica tan anegada en barro hoy día.

Los premios literarios están previamente concedidos a esos que pertenecen al mismo grupo ideológico como puede ser Alfaguara, o a quienes son el rostro televisivo del momento del mismo grupo empresarial como en el caso de Planeta. No importa la valía ni la calidad de lo que se escribe. Lo único que importa es la proyección propagandística y el marketing destinado a la venta del producto que sea. De la bazofia literaria que sea. Porque como ganado, todos esos lectores que jamás leen un libro acudirán en las ferias o en las fechas navideñas a comprar el último premio Planeta o el último premio Alfaguara para regalárselo a otro amigo o familiar que jamás leerá el libro regalado. Pero en este mundo del marketing queda muy bien regalar lo que está a todas horas en las pantallas de televisión y de lo que todo el mundo habla para bien o para mal. Cuando no se sabe qué regalar, ahí está la solución. El último premio literario de tan sonadas cadenas editoriales.

La cuestión es que todo ese mundo de dar prioridad al negocio, al impacto televisivo y propagandístico, frente a la calidad literaria, con la única intención de vender churros, ya no se queda solo ahí: en una estrategia de marketing y venta de grupos editoriales cuyo único fin es el beneficio económico.

Se comienza a intuir también un viraje en la navegación de los premios institucionales. Ahora poco parece importar la trayectoria literaria o el compendio de obras escritas a lo largo de toda un recorrido vital e intelectual. El tan valorado premio Cervantes comienza a no ser tal. Esa máxima que desde 1976 servía para reconocer la trayectoria literaria de un autor o autora que haya contribuido de forma sobresaliente al enriquecimiento del patrimonio literario en lengua española, parece que se ha difuminado. Ya no importa que los autores a los que se les entrega el Cervantes tengan tras de sí un enorme bagaje literario como, por ejemplo, por recordar a algunos: Onetti (1980), Sábato (1984), Monterroso (1989), Delibes (1993), Vargas Llosa (1994), José Hierro (1998), Ana María Matute (2010), Elena Poniatowska (2013), y un largo etcétera. Lo que ahora importa es conjugar el premio literario con la caricia política, independientemente del bagaje literario del autor.

¿Verdaderamente el elegido del año 2025 por su trayectoria literaria y su contribución sobresaliente al enriquecimiento de la lengua cervantina es un tal Gonzalo Celorio? ¿O en realidad tiene más que ver con su relación directa con la Real Academia Española (RAE) a través de su papel como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua (AML)? Ese país al que ahora pedimos perdón por nuestra historia. Quizá alguno de nuestros dirigentes debiera leerse el libro de La leyenda negra de Alberto G. Ibáñez, para aclarar las ideas.

Cela pisa una mierda al salir de su limusina

Vuelvo al principio. Me desvinculo de todo este mundo político y me baso en lo exclusivamente literario y entonces pienso en escritores como Rosa Montero, Aramburu, Javier Cercas, Julio Llamazares, Leonardo Padura, Juan Gabriel Vásquez o Muñoz Molina, probablemente bastante más perfilados para el premio que el ganador de este año. Pero parece ser que ya no importa ni siquiera la calidad y el bagaje literario. Parece que otros fines son los que condicionan las entregas de un premio al que, incluso un propio premiado, Camilo José Cela, llegó a decir que «estaba cubierto de mierda». Eso sí, antes de que se lo dieran en 1995. ¡Qué casualidad!

Para qué darle más vueltas, al fin y al cabo, quienes mandan son los de siempre. Los zares, los monarcas, los dictadores, y esos democráticos dirigentes políticos aferrados a su escaño y elegidos por el mismo pueblo que compra el Premio Planeta para regalar en Navidad.

El escenario no cambia, tan solo el attrezzo.

 

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