Veo en la televisión la imagen de un tipo con apellido de cárcel, porque sin darse cuenta lo lleva ya registrado en su onomástica. Un individuo de más de sesenta y cinco años que ha vivido casi toda su vida de la política. El gran refugio de los vagos y delincuentes. Es uno de esos individuos prototipos que describió certeramente Stefan Zweig en su libro Momentos estelares de la humanidad. Un tipo que «con acertado instinto, como hacen siempre los políticos que quieren el poder, en tanto que no lo tienen aún, buscan el apoyo del hombre de espíritu, al que después apartarán de su lado con desdén». No tiene escrúpulos y parece que la mentira es su gran baza. El gran pilar que le sustenta y que le proyecta.

Da igual que sea oriundo de Valencia, del mismo lugar que el republicano Blasco Ibáñez, porque lo único que ha aprendido con las lecturas del escritor es que lo verdaderamente conveniente es tener una España ignorante y envilecida, en sensación general de decadencia y de vergüenza nacional.
Lo contemplo en las imágenes de televisión, con un lento pasear de paquidermo, una barriga cervecera y de buen vivir y unas volutas de humo que salen de entre sus dedos a consecuencia de un cigarro incandescente. Caliente como la mujer que lleva a su lado y que pasea junto a él, enamorada… de su poder y de su dinero.
Son imágenes trasladadas al siglo XXI que parecen extraídas de una novela tremendista, de ambiente sórdido. De injusticia de arrabal frente a la opulencia de los poderosos. Es como uno de esos capítulos de novela de lucha de clases que te dejan el asco en el cuerpo, de lucha por la vida donde las mujeres hacen lo que sea con tal de sacarse un dinero para sobrevivir, con tal de tener contento y erecto a su valedor. En ellas se percibe la mezquindad practicada por el derrochador que se aprovecha de la necesidad de los demás. Sí. De esos tipos que hacen de la necesidad virtud para sus propios fines. Tipos que tratan a las mujeres dulcemente hasta que, hastiado de ellas, deciden arrojarla a la papelera como un clínex sucio, como una compresa manchada de rastro menstrual.
Todo ese sonido, todo ese ambiente me recuerda a las novelas de pensión y casa de huéspedes, de habitaciones por horas y de madame entrada en carnes con los ojos pintarrajeados de azul. De telarañas y de abortos silenciados como en la novela de Martín Santos.
Se puede percibir el olor a vómito y la náusea contenida por culpa de las bocanadas del ir y venir arrodillada frente a la falocracia. Son líneas de una literatura que huele a tabaco y a alcohol. Al beso pastoso y sucio de un sapo, como en La Regenta de Clarín. A la caricia de unos dedos amarillentos por culpa de la nicotina. Novelas de grasa en los cuellos de la camisa y lamparones de comidas opíparas en el pliegue de la corbata.
«Ese ambiente de barra de bar, de últimos de la noche, de chulos y floristas, de calles muertas en la madrugada y ascensores de luz amarilla», como escribiera Jaime Gil de Biedma, ha vuelto a resurgir al son de una manada de políticos.
Hay en cada imagen, en cada sonido arrebatado de esos videos el deje de un zángano. De un ignorante que ha podido crecer a la sombra de la política. De un tipo sin escrúpulos que se aprendió el discurso pero que, en modo alguno, le importa lo más mínimo el bien común. Son trazos del sonido de matón de barrio, del que robaba con amenazas el bocadillo al que veía más débil en el colegio. Son individuos que huelen a colonia mentolada, a hedor de vino en la ropa y a tufo de cigarro en el pelo; el pelo en pecho y la mano en la entrepierna. Individuos de risa burda y de andar chulesco, y por supuesto, machista.

El banquete está servido. El festín de la carne. La felicidad del sexo y del dinero, sin más compromiso que el propio goce. Tocar, sorber, morder, derrochar, penetrar, irse, venirse, esconder, amenazar… toda una serie de verbos aprendidos en la trayectoria del bienestar político.
Dijo en cierta ocasión Ernesto Sábato, en su libro La resistencia: «creo en los cafés, en el diálogo, en la dignidad de la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de un infinito, pero humano, a nuestra medida». Sin embargo, toda esa esperanza la han dinamitado tipos como estos, que parecen personajes sacados de la peor novela. Tipos que se han encargado de hundir el sol en el horizonte para actuar libremente en las sombras, amparados por el rumor de alcantarillado y de cloaca. Cobijados por abogados torticeros. Tipejos que han enterrado en lodo valores como la honestidad, el gusto por las cosas bien hechas y el respeto a los demás. Chulos de arrabal sin vergüenza alguna, que pueden ser acusados de las peores corrupciones y a quienes se les sigue tratando como si no pasara nada. Como si fueran una víctima del sistema que ellos mismos se han encargado de degradar.
Ahora bien, tal y como dijo Montesquieu: «vistos los testigos, de carga y descarga, tu cara y tus orejas, yo te condeno».