Puede que el momento sea el oportuno para determinados intereses, pero que no le quepa a nadie la menor duda de que el dictamen final de lo que se dice acierta de pleno. Según el CIS, Centro de Investigaciones Sociológicas, nueve de cada diez ciudadanos no cree que la justicia sea igual para todos. El 89,9% no comparte que se trate igual a los políticos que a los ciudadanos.
Hay sin duda, una justicia para la «casta», para todos aquellos que conforman el cenáculo de los aforados y «allegados», y otra muy distinta e insensible para los propios ciudadanos. Es más, para el ciudadano de a pie, para el ramplón, para el trabajador, para el religiosamente cotizante, para el inmigrante de trabajos míseros, para el asfixiado autónomo, para el interino… en definitiva, para todos y cada uno de aquellos que conforman la ciudadanía de la base inferior de la pirámide, la justicia está siempre en su contra, sobre todo cuando el otro litigante es la hercúlea Administración.

Trabajadores interinos que son enviados a la calle con una mano delante y otra detrás después de haber trabajado en la Administración durante más de veinte años como consecuencia de un fraude de ley promocionado y llevado a cabo por la propia Administración. Una injusticia en supuesta connivencia con los propios sindicatos y con las altas estancias de los tribunales de justicia que siempre encuentran el recoveco para favorecer al poder frente al desamparado ciudadano.
Multas de Hacienda que cualquier autónomo prefiere pagar aun a saber que son injustas y que han sido establecidas sin razón porque a la larga, si se opusiera, el juicio, la contratación de un abogado y procurador, la respuesta a la posterior alegación y demás entresijos judiciales, que son gratis para la Administración, terminarían por llevarle a tener que sufragar muchísimos más gastos que lo que supondría pagar la multa y meterse el dedo en el culo, con perdón de la expresión.
Veo en la prensa como los magistrados del Tribunal Supremo, esos que se encuentran en la cúspide de la pirámide junto a los políticos de turno y a los poderes fácticos y económicos de cualquier sociedad, han decidido acordar que Ahmed Tommouhi es inocente. Un albañil, marroquí de 74 años de edad, que fue detenido hace más de 30 años en una pensión catalana, ha sido declarado inocente de diez violaciones a las que fue condenado.
El magnánimo Tribunal Supremo, generoso y altruista, garante siempre de la inocencia de los ciudadanos, ha decidido absolver a Tommouhi, tras estar 15 años preso y otros tres en libertad condicional. «Gracias, muchas gracias. Me arruinaron la vida, pero esto me quita la niebla del pecho y del corazón», ha dicho ese pobre hombre a los medios de comunicación.
Tommouhi fue detenido una maldita noche en una pensión de Terrasa en la que se encontraba alojado, tras una semana de trabajo en un nuevo empleo, con otro compañero Mostafá Zaiani, que también fue arrestado. Quién iba a imaginar que, de pronto, una dotación policial irrumpiría en mitad de su sueño para convertirlo en una auténtica pesadilla de cincuenta y siete años y cuarenta días de condena por unas violaciones que nunca realizó ¿El por qué? Muy sencillo: Tommouhi no era un político que se dedicara a la evasión fiscal, ni a hacer negocios con la manga ancha que proporciona de un estado de alarma en pandemia. No. Era un simple albañil y, para más inri, marroquí. Un morito bajito, regordete, con entradas, inculto y sin dinero para hacer frente a la calumnia que se acababa de verter sobre sus hombros. Un moro «hijo de puta» tal y como le gritaban a la entrada de la Audiencia Provincial de Tarragona antes de ser condenado por algo terrible que no había hecho.

La única prueba utilizada para sentenciarlo de por vida fue la identificación visual de la víctima en una rueda de reconocimiento. No importó que existiera una prueba científica, como un análisis de semen en la ropa de la víctima, que lo exculpaba, y que, conscientemente, fue ignorada por el tribunal.
Tampoco importó que Tommouhi no fuera el conductor de ese Renault 5 gris, matrícula B 7661 FW usado en Cornellà para perpetrar las violaciones. No era el conductor, porque aquel «morito de mierda», ni tan siquiera sabía conducir.
Cuando uno imagina el juicio puede pensar en un tipo de aspecto grasiento, que se coloca la toga y sostiene el mazo para administrar justicia. Un tipo amargado, educado en esa clase de justicia donde el culpable siempre es el emigrante y el pobre. Un juez que compadrea siempre con la derecha más rancia, con el dinero y con el poder. Un juez a la antigua usanza, herederos de un franquismo rígido e intransigente. Pero hete aquí que, según manifiestan algunos medios como La Razón, no todos, claro está, es que la jueza que miró hacia otro lado, aun a pesar de las pruebas existentes y a quien no la tembló el pulso para dictar aquella sentencia, fue Margarita Robles, la actual ministra de Defensa.
Una pequeña pieza discordante, una persona honrada, en todo este entramado de dejaciones hubiera hecho que aquella telaraña de vilezas se descosiera. La posterior investigación minuciosa de un guardia civil y un análisis de ADN, hubieran demostrado que el verdadero violador era un tal Antonio García Carbonell, físicamente muy parecido a Tommouhi. Pero el caso quedó enredado en la madeja de una justicia inoperante durante décadas. Porque hay quién tiene la suerte, como nuestros políticos, para que la justicia se resuelva con toda la premura que sea necesaria, pero hay otros, como el pueblo llano, el vasallo de siempre, que entra en un proceso interminable y agotador como el que magistralmente narró Kakfa en sus escritos.
Veo en la prensa una fotografía de ese hombre sentenciado injustamente, viejo y cansado, con una vida arrebatada entre rejas, la cabeza rapada, limpia de pelo y de maleza, las cejas enarcadas y una mirada vidriosa, como de haber sido la diana de un señalamiento injusto y cruel en su propia persona. El haberle tildado de violador. De romper su vida. Los lazos con su mujer y con sus hijos. Una viuda en vida, con veintiocho años, Fadma, que se quedó en Marruecos llorando la vergüenza y la tropelía cometida cuidando de sus tres pequeños. Pensando que cuando Tommouhi emigró a Cataluña, lo hacía para ayudarlos a salir adelante y vivir un poco mejor. Y resulta que les quitaron hasta la dignidad.

Dijo en cierta ocasión Epicuro que «cuando haya sonado la hora de partida inevitable, deberemos recordar este hermoso canto: ¡Ah, que dignamente hemos vivido!».
Ahmed Tommouhi sabe, a ciencia cierta, que jamás podrá decir esta bella frase del filósofo griego. Pero, por si fuera poco, la justicia, esa justicia en la que casi ningún ciudadano de a pie cree, según la encuesta del CIS, ha decidido, por medio de la sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia Nacional, que el «morito mierda» no tiene derecho a indemnización alguna por los años de vida arrebatados injustamente. Según estas personas tan inteligentes y justas, en las que nadie cree, se establece que la acusación y condena de Tommouhi no es un «error judicial evidente» y que, por tanto, se le niega cualquier tipo de compensación económica.
Visto para sentencia.